Aún no se ha ido, pero la están extrañando. Cada vez que los puriscaleños pasan frente a ella, levantan los ojos y la miran con nostalgia. A muchos les duele imaginar que, en unos días, la simbólica iglesia será una montaña de escombros.
Una sentencia de muerte pesa sobre el templo católico construido en los años 40. El ministerio de Salud ordenó a la Arquidiócesis de San José, demoler el edificio en un plazo de 30 días hábiles, pues su precario estado podría poner en peligro la vida de los vecinos, ante una eventualidad.
La decisión está casi tomada. Solo falta decidir la fecha y la forma en que dirá adiós la antigua iglesia de color gris. Es la última página de una historia que comenzó hace más medio siglo, en la Puriscal campesina que pasó de villa a ciudad; en el pueblo devoto que a punta de turnos, donaciones y el sudor de sus hijos, logró levantar uno de los templos más bellos de la época.
Pero también es una historia de calamidades y zozobra. Los deslizamientos del terreno sobre el que está construida la iglesia le causaron heridas con forma de grietas casi desde su nacimiento, sumiéndola en una “larga enfermedad”, hasta que el terremoto de 1990 le dio el golpe de gracia y obligó a colgarle el título de “inhabitable”.
Desde entonces ha estado ahí, agonizante. Algunas voces se han levantado para aplicarle la eutanasia, otros han buscando en la restuaración el remedio para que el símbolo de Puriscal se mantenga en pie por unas décadas más.
Porque el cariño de la gente por la vetusta iglesia es innegable. Sentados alrededor de la malla, caminando por las aceras que la circundan, conversando de pie en una esquina, los puriscaleños pasan las horas acompañándola, demostrando la admiración por la bella señora que sus abuelos se esforzaron por construir y pronto podría ser solo un recuerdo.
De turno en turno
Lo que hoy se conoce como Puriscal, comenzó a colonizarse a inicios del siglo antepasado, con familias provenientes de Desamparados, Coronado, Alajuelita y Tibás. Poco a poco, en una gran colina al este de San José, regada por cuatro nacientes de agua, creció el distrito central.
En 1858, entre las casas de los pioneros, se construyó la primera ermita del pueblo, en el mismo sitio donde está el actual templo en ruinas.
El pequeño cerro donado por don Pedro Jiménez fue “bajado” con ayuda de arados, picos y palas, para levantar ahí un rancho con techo de paja donde el pueblo asistía a misa cada vez que un sacerdote venía desde Pacaca (Ciudad Colón) hasta el caserío que entonces todos conocían como Cola de Pavo.
“Un año después de haber asumido monseñor Bernardo Augusto Thiel el episcopado, convocó al primer Sínodo de Obispos en San José, el 24 de agosto de 1881. Bajo el decreto número VIII, se ordenó la separación de las filiales, y que estas se conviertan en parroquias. Nuestra parroquia, dedicada a Santiago apóstol, fue una de esas”, reza un documento elaborado por la Parroquia de Santiago de Puriscal.
Fue el 18 de octubre de 1915, cuando la ley #20 le otorgó el título de Villa y, una década después, en la segunda administración de Ricardo Jiménez Oreamuno, una nueva ley le confirió la categoría de ciudad.
Para entonces, Puriscal era uno de los principales productores de maíz, frijoles, arroz, dulce, carne, manteca y tabaco. El pueblito de medio siglo atrás ya no cupo en el rancho de paja ni en las dos iglesias de madera levantadas después de haberse establecido la parroquia.
“Dios hizo esta pelotita de tierra y no le ha agregado ni una onza más, es la humanidad la que comenzó a crecer. Eso le pasó al pueblo, ya había necesidad de una iglesia más grande para recibir a tantos feligreses”, cuenta Efraín Fernández Delgado, un pionero de 83 años que recuerda claramente la construcción del nuevo templo.
A principios de la década de 1930, el sacerdote Recaredo Rodríguez fue nombrado párroco de Puriscal y, tras encontrar el templo en malas condiciones, tomó la iniciativa de construir uno nuevo para sustituirlo.
El pueblo respondió con entusiasmo al llamado y formó una Junta Edificadora que se dio a la tarea de buscar fondos, pero el alto costo de la obra requería el sacrificio de la feligresía.
Los festejos patronales y los turnos veraniegos fueron, sin duda, la principal fuente de ingresos. Cada 25 de julio, día de Santiago apóstol; 8 de diciembre, día de la Inmaculada Concepción; y 19 de marzo, día de San José, los puriscaleños se reunían para realizar actividades.
La cocina con comida típica, rifas de todo tipo, remates de ganado, juegos tradicionales y desfiles de carretas, caballos o animales domésticos, resultaron la excusa perfecta para recibir de los pobladores pesetas y colones que terminarían en un arca común. Cuando el turno producía ¢30.000 ó ¢40.000, se consideraba todo un éxito.
En 1936, una vez reunido el dinero suficiente, comenzó la construcción del templo. El plano fue diseñado por el arquitecto Teodorico Quirós –a quien se debe la concepción de templos como San Isidro de Coronado, San Ramón de Alajuela y San Rafael de Escazú– y, como maestro de obras, se desempeñó don Jacinto Rodríguez, quien venía de San José cada ocho días, a supervisar los trabajos.
“Para no interrumpir las celebraciones, la iglesia de madera no se tiró abajo, sino que las paredes se fueron construyendo a los lados, como dejando la iglesia encerrada y cuando ya la obra estaba avanzada, se demolió el templo viejo”, recuerda don Efraín.
Los barrios y caseríos se organizaron para enviar voluntarios. Cada día llegaban a la construcción grupos de 15 a 20 personas para ayudar en lo que se ofreciera. Aquellos no eran tiempos de batidoras de concreto; la mezcla se hacía en bateas de madera con el agua que se traía desde las “pilas del parque” y, después, con ayuda de carretillos o baldes se chorreaban las paredes, vigas y columnas.
“El 6 de mayo de 1937, se produjo un episodio doloroso que trajo tristeza al pueblo. Daniel Fernández Jiménez falleció trabajando para el templo. A él se debe en gran parte la magnitud de este edificio”, cuenta el estudio de la parroquia.
Sin carreteras ni camiones, era difícil obtener los materiales. La arena se sacaba de los ríos y tajos cercanos; el cemento, la varilla, clavos y zinc se traían de Alemania, aunque los malos caminos fueron el principal obstáculo. Los materiales llegaban a Villa Colón y de ahí eran transportados en carretas con dos o tres yuntas de bueyes, la única manera de cruzar los barreales que se formaban camino a Puriscal.
“Mucho se ha dicho sobre la ayuda económica que el señor Juan Mora Cordero aportaba; pues cuando el padre Rafael Vargas estaba en apuros, sin dinero para el pago de la planilla, acudía a él. El señor Mora Cordero, hombre adinerado y de buen corazón, poseía un aserradero y una sacadora de arroz en barrio San Isidro, donde hoy está el edificio del Ministerio de Transportes”, añade el texto de la parroquia.
Con el dinero de un turno se mandó traer el altar de mármol a Italia, las bancas fueron donadas por los tabacaleros, y el púlpito, por una empresa local. En el gobierno de Rafael Ángel Calderón Guardia se donó el zinc que lleva el templo y, en el de don José Figueres Ferrer, los ventanales.
Largo calvario
En 1965 la joya arquitectónica quedó concluida. Era un enorme edificio con forma de cruz, cuya nave central medía 50 metros de largo y la transversal, 28 metros de ancho. Cada una de sus paredes alcanzaba los 25 metros de alto y solo eran superadas por las torres, dos enormes campanarios de 35 metros y 1.000 toneladas de peso.
Aunque fue el sacerdote Rafael Vargas Vargas –en cuyo honor fue colocado un busto en los jardines del templo– quien trabajó durante 19 años en la construcción de la iglesia, el placer de verla concluida le correspondió al padre Jorge Calvo Robles, que llegó a la parroquia en 1959.
“Los puriscaleños llegamos a disfrutar y admirar la belleza de un majestuoso templo, porque este sacerdote no escatimó tiempo ni lucha. Equipó el templo con su altar y su púlpito en mármol, sus candelabros bruñidos y su elegante mobiliario. La cúpula luce su obra de arte, la pintura de Santiago Apóstol que realizó Marcial Robles. Apreciar la grandeza de esta obra, llena de orgullo a este pujante pueblo”, añade el informe parroquial.
Sin embargo, al nuevo cura le tocaría comenzar a lidiar con el que ha sido el gran enemigo del bello edificio. En 1955, sin temblores de por medio, apareció la primera grieta. Técnicos de San José evaluaron los daños del edificio e hicieron algunas recomendaciones. Para 1963, un estudio del Instituto Geográfico Nacional reveló que el terreno donde la estaba la iglesia se había desplazado más de un metro en dirección oeste y 10 centímetros hacia el norte.
Ese mismo año, ante el inminente peligro de que el templo se derrumbara, el Colegio de Ingenieros recomendó su demolición, pero el párroco intentó salvarla. Contratados por la parroquia y encabezados por el ingeniero Rodrigo Bustamante, un equipo de trabajadores abrió profundas zanjas en la base de las torres que se rellenaron con 16 placas de cemento armado.
“Si usted logra salvar el templo, tendrá entrada directa al cielo, pero si no lo logra, se irá para abajo”, le dijo en broma el sacerdote a Bustamante. El ingeniero cumplió. El peligro de que las torres se desplomaran desapareció, pero la falla continuaba activa y el deslizamiento de la iglesia, ahora como todo, no se detuvo.
La dicha de ver el templo concluido se amargaría muy pronto. El majestuoso edificio tipo basilical comenzó a sufrir problemas estructurales producto de la fuerte actividad sísmica desatada en la región, hasta que en 1990 recibió el golpe de gracia.
Los terremotos del 25 de marzo y el 22 de diciembre de ese año, activaron un enjambre sísmico en la región y dañaron visiblemente la iglesia parroquial. Las autoridades eclesiásticas y civiles clausuraron de inmediato el inmueble y lo declararon inhabitable, mientras un informe del Colegio de Ingenieros y Arquitectos recomendó su demolición.
“Todas las paredes están cruzadas por grietas o cortantes de 45 grados de inclinación, daños típicos causados por la actividad sísmica, pero también debido al asentamiento. Algunas de las grietas son tan anchas que la claridad es visible a través de ellas”, sentencia un informe en poder del Centro de Patrimonio.
Desde el cierre en 1991, ni una sola misa ha vuelto a celebrarse allí. No hay fieles, pero sí numerosas grietas que cruzan las paredes y el piso del edificio.
En las últimas dos décadas, la parroquia, la Municipalidad y algunos grupos de vecinos han intentado organizarse para restaurar y conservar la iglesia, pero ninguna iniciativa ha llegado a buen puerto. Más bien, una notificación del Ministerio de Salud, emitida el pasado 11 de agosto, ordenó la demolición de la estructura por considerarla un riesgo para los lugareños. Esta sentencia sí parece definitiva, aunque los mismos vecinos recibieron con tristeza la noticia.
“Si hay alguien que siente ver desaparecer el templo es este servidor. Aún no han dicho qué día la botarán, pero yo sé que no voy a estar aquí, me iré lejos, para donde una hija mía; allá me enteraré por las noticias”, reconoce don Efraín, mientras pierde en el horizonte esa mirada nostálgica que hoy cargan los puriscaleños.