En siglos pasados había misteriosos y mágicos tesoros naturales provenientes de tierras lejanas que los antiguos ansiaban por encima de todos los demás. Entre los más valiosos estaban el marfil de morsa para los báculos de los obispos y los colmillos de mamut que los chinos estimaban como dientes de un dragón subterráneo.
Sin embargo, entre todos los tesoros, el más preciado era el “cuerno del unicornio”, que proveía juventud y curaba todos los males. Fue por esto que Carlos V gastó gran parte de su fortuna en dos cuernos, y el sultán de Turquía, el gobernante más rico de su tiempo, regaló 12 cuernos al rey Felipe II de España. Los cetros de los zares rusos y de los Habsburgo fueron hechos de míticos cuernos de unicornio.
Aunque, sin mentiras, los hombres morirían de aburrimiento, la vedad del origen de los cuernos fue finalmente revelada por cazadores furtivos de ballenas: los míticos cuernos de unicornio son en realidad colmillos espirales de entre dos y tres metros de largo de delfines narvales del ártico.
Ese extraordinario diente se conecta al cerebro y funciona como un sensor que da información sobre la temperatura, la presión, el movimiento y las diferencias moleculares del agua: todo sirve al cetáceo para detectar sus presas.
De acuerdo con su función, los dientes despliegan gran diversidad de formas, tamaños y número, especialmente en los mamíferos.
Por ejemplo, los colmillos acanalados de las pequeñas musarañas solenodontes de Cuba inyectan saliva venenosa para paralizar a las presas.
Otros, como los colmillos del murciélago vampiro, sirven para rasurar el pelo de las víctimas, mientras que los afilados incisivos se emplean para cortar quirúrgicamente la piel, de tal manera que el vampiro chupe la sangre que emana de la herida mediante la infusión de su saliva draculina.
Viejos indicios. Los dientes se originaron hace unos 500.000 años en peces placodermos sin mandíbulas. La misma familia de genes que reúnen información para fabricar los dientes faríngeos (situados detrás de la boca) y de las mandíbulas de algunos peces, son los que funcionan (con pequeñas variaciones) en todos los vertebrados, incluidos en los humanos. Aun más, los mamíferos desdentados –como los osos hormigueros y ballenas barbadas– conservan vestigios no funcionales de estos genes.
Los dientes están compuestos de esmalte, dentina y una pulpa celular viva cuya robusta raíz se encaja en un sitio específico de cada maxilar. Ellos son el tejido más duro de los vertebrados, por lo que no es de extrañar que sean los fósiles más comunes, cuya historia puede trazarse mediante estudios de anatomía comparada y análisis molecular. Con un solo diente puede llegarse a definir la especie, la edad, el sexo, el tamaño, la capacidad craneana y la dieta. A los dientes incluso puede extraérsele ADN para determinar el genoma entero o parcial del difunto.
Por el desgaste de los dientes también puede saberse si el portador era diestro o zurdo y conocerse algunos de sus hábitos. Todo esto ha ayudado a determinar las relaciones evolutivas en los humanos y en otros vertebrados.
Por ejemplo, el esmalte y la dentina de los dientes revelan que los australopitecinos y todas las especies ancestrales del género Homo , incluidos los neandertales, alcanzaban la madurez varios años antes que los humanos modernos.
En los homínidos hay una correlación entre la aparición de los dientes, tamaño del cerebro y longevidad: cuanto más tardía sea la dentición, se vivirá más tiempo y mayor será el cerebro.
Así, los primeros dientes de leche de los australopitecinos (cerebro ~450 cc) brotaban entre los 3-4 meses, mientras que los últimos en aflorar eran las cordales (terceros molares), entre los 10-11 años, de manera similar a como ocurre en los chimpancés y gorilas.
Ello contrasta con la dentición de los humanos modernos (cerebro ~1.500 cc), cuyo primer diente de leche sale entre los 7-8 meses, y la primera cordal alrededor de los 17-25 años. Debido a que las cordales brotan durante una edad en la que –se supone– predomina la razón, estas muelas se conocen como las “muelas del juicio o de la sabiduría” ( Dens sapientiae ). Sin embargo, en otras culturas, las cordales tienen nombres más congruentes con la realidad.
Así, en coreano, sa-rang-nee significa “diente de la pasión, referencia a la edad y al sufrimiento que ocurre durante el primer amor, mientras en tailandés fan-jut significa “diente apretujado”.
Células madre. La mayoría de los seres humanos tienen 32 dientes, al igual que los chimpancés, los gorilas y nuestros ancestros más cercanos. Sin embargo, debido a la reducción del tamaño de la mandíbula de los humanos modernos, se ha comprimido el espacio para acomodar la dentadura completa.
Eso hace que las muelas del juicio frecuentemente vengan torcidas. Aun más, en cerca del 35% de la población, las muelas del juicio solo brotan en uno de los dos maxilares o bien faltan del todo, fenómeno que se relaciona con una mutación de un gen específico.
Ello es evidente en los indígenas mexicanos, los que, debido a esa mutación, nunca tuvieron la necesidad de acuñar una palabra para las muelas cordales. Con la llegada de los españoles, los aztecas vieron por primera vez las rezagadas muelas del juicio, al asomarse por las bocas chimuelas de los navegantes afligidos por el escorbuto.
Por otro lado, científicos de la Universidad de Pensilvania, dirigidos por Hansell Stedman, descubrieron en el 2004 que el gen MYH16, que determina por un poderoso músculo de la mandíbula de los gorilas y chimpancés, estaba mutado en los humanos y no era funcional. Este músculo se origina en la cresta del cráneo de los monos y se inserta en sus grandes mandíbulas; es el que les permite triturar la comida con gran potencia.
Se cree que esa mutación ocurrió en ancestros humanos ( Homo habilis ) hace unos 2,4 millones de años. Ella pudo haber favorecido la reducción del tamaño de la mandíbula, limitando el espacio para acomodar dientes grandes y las muelas del juicio; a su vez, liberó al cráneo para que creciera y albergase cerebros más grandes.
Se ha propuesto que las muelas del juicio y los grandes dientes en los monos y los antepasados humanos con quijadas más grandes y robustas, correspondían con una dieta que requería más fuerza para masticar y triturar hojas, raíces, frutos y carnes.
Sin embargo, las herramientas (destinadas a cortar) y el fuego permitieron la preparación de comidas suaves, y eliminaron así la presión selectiva destinada a mantener las muelas cordales y los dientes grandes.
Por ejemplo, la reducción de los caninos permitió a los humanos masticar la comida, moviendo la quijada de un lado a otro, algo imposible de hacer cuando se tienen grandes colmillos. De aquí se deriva que el imaginario Drácula –con sus afilados y largos colmillos– “se las vería de a palitos” para “rumiar” comida. La alternativa que le quedaría sería lamer la sangre de sus víctimas.
Por ser las cordales los últimos dientes en aparecer a partir de células indiferenciadas, ellas constituyen fuente potencial de células “madre”. Eventualmente, estas células podrían servir para remplazar dientes podridos y restablecer dentaduras.
Así, el origen de las incómodas muelas del juicio sería el remedio futurista de las quejas que agobiaron a don Quijote, el que quedó chimuelo hace más de 400 años: “Dígote, Sancho, que boca sin muelas es como molino sin piedras y que en más se ha de estimar un diente que un diamante”.
El autor es miembro del Programa de Investigaciones en Enfermedades Tropicales de la UNA, y del Instituto Clodomiro Picado de la UCR.