Mucho antes de que Harrison Ford interpretara a un presidente estadounidense fascinado por los villanos y sus juegos de manos; incluso antes de convertirse en el hábil fugitivo Richard Kimble, fue el confundido Rick Deckard: un detective del futuro desgastado por la lluvia y por el ingrato oficio de “retirar” a unos humanoides que la memoria cinéfila recuerda como “replicantes”.
Mucho antes de que una aspirante a Miss Universo confundiese a Confucio con el creador de la confusión, el cineasta inglés Ridley Scott ya había trastocado las ciudades de Los Ángeles y Tokio, el pasado primitivo con un futuro tecnológico y los rascacielos de la ciudad de Metrópolis (1927) con los zigurats mesopotámicos, en un filme titulado enigmáticamente Blade Runner (1982).
En su tercer largometraje como director, Ridley Scott ensaya el difícil arte de las confusiones agudas, desecha cualquier idea superficial sobre la originalidad y pide prestado un generoso conjunto de ideas e imágenes a arquitectos, diseñadores, cineastas y literatos.
A cambio devuelve una película de culto que gravita permanentemente entre las sombras del film noir y la fascinación tecnológica característica de la ciencia ficción; entre la sobriedad de las pinturas nocturnas de Edward Hopper y la estética recargada y colorida de los años 80.
En 1992, el cineasta suma complejidad a su preciado anfibio cinematográfico mediante algunas modificaciones cargadas de sensatez y sentimientos, como la incorporación de un unicornio soñado por Deckard, proveniente de su filme Leyenda (1985), o la eliminación del final feliz de la película, resuelto originalmente con planos descartados en el montaje final de El resplandor (1980), de Stanley Kubrick.
Orígenes. La base argumental de Blade Runner surge de la novela ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? , un texto perturbador escrito por Philip K. Dick que Ridley Scott nunca leyó, y llevó a la pantalla amparado en la lectura de varias versiones del guion y en una vorágine de estímulos creativos y referencias visuales.
Cuenta la leyenda que uno de los primeros directores interesados en la novela de Dick fue Martin Scorsese, quien intentó llevarla a la pantalla sin éxito en 1969 –el año siguiente a su publicación– tras el estreno de su ópera prima, coincidentemente titulada con otra pregunta sin respuesta: ¿Quién llama a mi puerta? (1968).
Pocos años después, un actor fascinado por el texto llamado Hampton Facher compró los derechos de adaptación, escribió una versión cinematográfica titulada Dangerous days y la presentó ante directores tan diversos como Adrian Lyne, Bruce Beresford y finalmente Ridley Scott.
Con una exitosa carrera como director de cortos publicitarios, y después de realizar un par de largometrajes disímiles pero coincidentes en su minucioso diseño visual – Los duelistas (1977) y Alien, el octavo pasajero (1979)–, Ridley Scott era un hábil constructor de atmósferas, capaz de darle al proyecto una rica consistencia visual y una oportuna dimensión económica.
Tras la apropiación del título de una novela escrita por Alan E. Nourse, The Bladerunner , Scott inicia un ciclo de modificaciones que le otorga al proyecto una nueva dimensión, generosa en licencias y referencias estilísticas.
En esta ocasión, como en otras a lo largo de su carrera, el cineasta propone con sus obras que las más atractivas adaptaciones cinematográficas son las infieles –como las esposas ajenas, según Oscar Wilde–.
Bifurcaciones. Rick Deckard es un héroe frágil y desorientado, un blade runner venido a menos que debe encontrar y eliminar a cuatro replicantes que han huido de las colonias exteriores y han ingresado ilegalmente a la Tierra.
El desarrollo de Blade Runner descansa en la relación contrastada entre el cazador de recompensas inescrupuloso y decadente –un Philip Marlowe perdido entre las brumas del año 2019– y unos humanoides gregarios que, contra todo pronóstico, han conseguido desarrollar sentimientos de empatía.
Esa mezcla de afecto y solidaridad de los replicantes hacia sus semejantes se extiende poco a poco a los seres humanos, a la propia vida y la de los demás, contra los designios establecidos en las industrias Tyrell, donde han sido creados, y contra aquello que el modesto caza-recompensas es capaz de comprender. Así, en la sociedad propuesta por Blade Runner , los replicantes son más humanos que los humanos.
Esta idea inquietante está presente en la novela original, tal como explicaba poco después de su publicación el propio Philip K. Dick: “Hay algo de humanoide en nosotros, morfológicamente idéntico al ser humano, pero que no es humano.
No es humano quejarse, como hace en su diario un miembro de la S. S., de que en los campos de concentración los niños hambrientos no lo dejan dormir. De ahí surgió la idea de que en nuestra especie hay una bifurcación, una dicotomía entre lo humano y lo que solamente imita a lo humano”.
En el filme, la perplejidad de Deckard es espejo de los sentimientos encontrados del espectador. Su deambular resume las soledades de ese lumpen ciudadano que no han tenido otra opción que permanecer en la Tierra, en abierto contraste con el espíritu grupal y esperanzado de los replicantes; un espíritu solidario y de manada, primi-tivo y sofisticado a la vez.
Ambiguedades. Un sentimiento demasiado humano arrastra a los replicantes hasta la Tierra: la conciencia de la muerte. Los Nexus 6 dejan de ser simples máquinas en cuanto saben que su tiempo de vida es limitado e intentan obtener una prórroga; dejan de ser esclavos del futuro y se internan en los territorios del mito cuando deciden –como Frankenstein y Prometeo– rebelarse contra su creador.
“Quiero vivir más, padre”, le reclama el líder de los rebeldes a Tyrell, en una escena memorable que cita a otra película imprescindible sobre el inútil deseo de escapar de la muerte: Las tres luces (1921), de Fritz Lang. Con esa doble declaración de intenciones el filme amplía su potencial reflexivo y borra las fronteras entre la réplica y el ser humano; entre el creador y su criatura.
Esa ambiguedad palpita en Blade Runner desde los días previos a su estreno, cuando Scott la definió como “una historia ambientada dentro de cuarenta años, filmada con el estilo de hace cuarenta años”. Desde entonces, el filme no ha dejado de nutrirse de las amplias zonas grises que se extienden en sus fotogramas entre el pasado y el presente, entre lo artificial y lo humano, entre lo terrenal y lo divino.
Hoy, a treinta años de su estreno, como estela fértil de bifurcaciones y ambiguedades, existe una amplia comunidad cinéfila que visita los rincones de Blade Runner con asombro y devoción; una congregación de fieles que reza con fervor un credo iniciático que dice: “He visto cosas que ustedes no podrían creer: naves de ataque en llamas más allá de la espalda de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad, cerca de la puerta de Tanhauser. Todos esos momentos se perderán en el tiempo como lágrimas en la lluvia. Es tiempo de morir”.