En alguna ocasión, seguramente rodeado de unas cuantas botellas vacías, John Ford comentó que había asumido el rodaje de Mogambo (1953) como unas vacaciones pagadas en África. Todo indica que Ford inspiró su exceso de franqueza en las historias sobre Harry Cohn, el productor que años atrás había acusado a Orson Welles de tomarse el rodaje de La dama de Shanghai (1947) como un largo paseo por el golfo de México a bordo del yate de su amigo Errol Flynn.
Cohn custodiaba los intereses de la Columbia Pictures y, al hacerlo, se sumaba a las intrigas palaciegas que a menudo rodearon al más shakespereano de los cineastas estadounidenses. El productor sospechaba que Welles había aprovechado el clima cálido del golfo y el aire distendido del rodaje para limar asperezas con su esposa y coprotagonista, Rita Hayworth. Sus sospechas eran ciertas.
La historia situada detrás de La dama de Shanghai es tan abigarrada y fascinante como la película y la biografía de su director. En honor a su propio mito, Welles había trazado desde muy temprano su propia ruta: sus colegas filmaban relatos capaces de conmover al público mientras él hacía espejos deformantes que corrían a la velocidad de 24 cuadros por segundo.
Los límites del control. Harry Cohn no era un filántropo ni un intelectual, sino un empresario con muchos sirvientes y pocos amigos. La frase pronunciada por el cineasta Billy Wilder, durante su populoso funeral, perfila con claridad la personalidad de Cohn: “Esta multitud confirma lo que Harry siempre decía: hay que darle al público lo que quiere”.
La relación entre Welles y Cohn surgió cuando el productor participó en el financiamiento del mastodóntico montaje teatral de La vuelta al mundo en ochenta días a cambio de que Welles aceptase la direc-ción de un filme comercial y de bajo presupuesto. Sin embargo, por aquellos años, las expresiones “comercial” y “bajo presupuesto” no aparecían en el diccionario personal de Orson Welles.
Como era previsible, el rodaje de La dama de Shanghai fue tan austero como las finanzas del magnate que protagonizaba Ciudadano Kane (1941). Las múltiples molestias de Harry Cohn por un presupuesto en permanente estado de catástrofe se convirtieron en terror en cuanto pudo ver los primeros rollos filmados.
Semanas atrás, en un informe enviado al productor, Welles explicaba que el resultado de La dama de Shanghai debía ser “algo raro y descentrado, con el aire de un mal sueño. Para que la película no sea una historia de intriga más, serán necesarias la espontaneidad y la extrañeza”.
En medio de la más absoluta desesperación, Cohn ofreció mil dólares a quien pudiera explicarle la historia. Welles lo llamó por teléfono para decirle: “Me habría encantado ganarme ese dinero, Harry, pero yo tampoco sabría explicarla”.
El embrujo de Shanghai. La dama de Shanghai transmite la esperada sensación de habitar un mundo extraño, adverso y opresivo, a pesar de las mutilaciones que sufrió la película durante el montaje –o, tal vez, paradójicamente, gracias a ellas–.
Welles se sentía fascinado por el film noir, por sus profundas raíces sociológicas y su condición de fábula moral. Tal como suponía, el género le resultó propicio para llevar al extremo su desbordante sentido de la puesta en escena y para desarrollar un tema tan suyo como el de la corrupción engendrada por el poder.
La historia de La dama de Shanghai gira en torno de Michael O’ Hara, un ingenuo marino que se enfrenta a los encantos de Elsa, una enigmática mujer fatal encarnada por Rita Hayworth. Días antes de iniciar el rodaje, Welles había convocado a la prensa a un encuentro privado, en el que cortó el cabello rojizo y ensortijado de su esposa y lo tiñó de rubio platino.
¿Cómo podía Rita Hayworth ser algo distinto que el icono dorado y adorado de Gilda (1946)? Ante el asombro de muchos, Welles sacudió la imaginación popular de su época conforme sustituía a uno de los mitos eróticos más importantes del Hollywood de los años 40 por otro, no menos intenso y enigmático, provisto de un ingenioso exotismo oriental.
Durante al menos tres décadas, algunas ciudades orientales ofrecieron a los cineastas hollywoodenses un aire de misterio y sofisticación, tal como se aprecia en algunos filmes de Josef von Sternberg, como El expreso de Shanghai (1932), El embrujo de Shanghai (1941) y Aventura en Macao (1951).
Welles se sirve hábilmente de ese exotismo y lo convierte en un referente fantasmal, en un eco del pasado, que le confiere a Elsa un aire sobrenatural ante los ojos del ingenuo O’Hara.
Por otra parte, el sentimiento de extrañeza que buscaba Welles en el filme se benefició de su conocida predilección por las metáforas ambiguas, como la historia que cuenta O’Hara sobre unos tiburones enloquecidos por el olor de su propia sangre, que terminan devorándose unos a otros.
Tan lejos, tan cerca. Durante el año previo al rodaje de La dama de Shanghai , Welles había trabajado infructuosamente en la preparación del montaje teatral de Galileo , del dramaturgo alemán Bertolt Brecht. A modo de compensación por el proyecto fallido, Welles incorporó en la película uno de los principios más importantes de la teoría brechtiana: el distanciamiento del actor en relación con su papel.
Ese recurso produjo un filme en el que resultaba difícil la identificación del espectador con los acontecimientos; un cine que prefería las formas monstruosas y alucinantes al desarrollo armonioso del relato; un cine que no aspiraba ya a la perfección sino más bien a la perversión.
En muchos sentidos, las complejas relaciones entre Michael O’Hara y Elsa Bannister son un juego de espejos sobre el laberinto sentimental que atravesaba en esos días el matrimonio formado por Orson Welles y Rita Hayworth.
Los silencios, las distancias, la incomprensión y la manipulación formaban parte esencial de la experiencia de aquellos días, filmada además por Welles como un preludio de Viaje a Italia (1953): la obra inaugural de la modernidad cinematográfica, en la que Roberto Rossellini registra el estado de su relación amorosa con la actriz Ingrid Bergman.
Ese carácter denso y orgánico de La dama de Shanghai ha escapado con frecuencia a las apreciaciones de un amplio sector de la crítica, que ha reducido sus méritos a un puñado de secuencias vistosas, consideradas simples filigranas de estilo. Nada está más lejano del espíritu transgresor del filme.
Con su cuarto largometraje, Welles anticipa en más de una década las inquietudes formales de la Nueva Ola francesa, rompe con la escritura clásica y propone un modelo fragmentado, abierto a las relaciones con la vida del cineasta y con su filmografía –que, en el caso de Welles, son lo mismo–.
La dama de Shanghai es un diario íntimo disfrazado d e film noir; un delirio barroco entregado a sus buenos oficios, capaz de revelarnos que el cine puede ser mucho más que una experiencia confortable y comprensible; que la vida algunas veces copia la forma de los sueños, y que los sueños, algunas veces, consiguen convertirse en esa curiosa pasión que llamamos cine.
‘La dama de Shanghai’ se proyectará en el Cine Variedades el domingo 27 de noviembre a las 10 a. m., y el lunes 28 a las 7 p. m. La entrada general costará ¢1.000.