Leo y releo, tomo y retomo, así podría describir mi forma de aprender. En mi mesa de estudio, esparcidos están los papeles, muchos papeles, lápices, bolígrafos que ya no pintan – arrepentidos de escribir – y , desde luego, libros, cerrados, abiertos, dispersos, despreocupados por los temas. El resumen es desorden total, pero me encanta. Es posible que el exceso de orden en los libros denuncie falta del necesario y natural manipuleo.
Por lo general, no leo libros, sino que los voy leyendo. Pareciera que es lo mismo, pero no lo es. Leer un libro es comenzarlo y terminarlo y, durante su lectura, con ansia de llegar al final. Irlo leyendo es comenzarlo, pero sin deseos de terminar; simplemente estar allí, con su presencia, en íntima comunión interminable. Por eso los dejo semicerrados, abiertos, carátula arriba, carátula abajo, en la mesa, en una banqueta y hasta en el suelo, aparentemente abandonados. Pero no, están conmigo, bajo mi preocupada atención porque no los leo, sino que los voy leyendo.
Así fui siempre, pero, durante los últimos meses, comencé a descubrir algo que antes ni siquiera formaba parte de mis espirituales ganas de saber. Una noche de estas, ya tarde, entendí, comencé a entender, lo poco que sabía, que es exactamente lo mucho que desconozco. ¿Cómo puedo hablar, pensar en algo, si casi nada sé? Después, me llamaron de la universidad para una charla sobre un tema concreto.
Rotundamente me negué. A los ochenta y ocho años avanzados, miro muy cerca los noventa y me horrorizo, no por la cantidad, sino por el poco tiempo que me queda para aprender un concepto nada más, aunque sea solamente para presumir, que también debemos rendirle homenaje a nuestras vanidades. Pero no, no será posible. ¿Cuántos años necesita una persona para llegar a saber de un tema solamente? Más, muchísimos más, de los que me quedan por aprender. Entonces sé, lo descubrí aquella noche, que pasaré mis últimos días con una titilante velita encendida, orientándome en la casi total oscuridad.
Por eso, cuando termine mi tránsito por estos lares, prometo que le diré a quien me reciba al otro lado, que el encargado de fabricar hombres se equivocó al acondicionarlos para vivir tiempo tan corto. Se necesitan cien años para adquirir la conciencia de que no se sabe, y otros cien años para comprender un mínimo de la inteligencia universal. Tal vez podría reclamar ante los tribunales espaciales el derecho a doscientos años de vida para los hombres en representación de la necesidad de saber, que es razón de Dios. Tal vez.
Mientras tanto, continuaré con mis cosillas aquí abajo, en mi pequeño estudio, conviviendo con mi inagotable desorden. Hoy, al pasar distraídamente, tomé un libro abierto, y Jean-Paul Sastre, en su hermoso ensayo sobre Baudelaire, me enseñó: “Lo único profundo es el Pasado. Mi pasado soy yo”.
Pequeña migajita que recojo y que me permite decir con alegría desbordante que soy solamente lo que fui: la sonrisa cariñosa de mi madre unida al recuerdo aromático del hogar.