El inicio del actual Gobierno ha sido desafortunado. Tres acontecimientos ponen a prueba el compromiso y deber del Gobierno de respetar el principio de legalidad, la rendición de cuentas y la búsqueda del bienestar colectivo. En orden cronológica, los acontecimientos fueron: el pretendido aumento de sueldo de los diputados, el nombramiento y renuncia del excanciller Stagno y la apertura y cierre parcial de la autopista a Caldera.
Los análisis y valoraciones de estos acontecimientos desde lo político ya han sido expuestos exhaustivamente, por lo que no me ocuparé de ello. Además, no es mi especialidad. Sin embargo, estos tres acontecimientos merecen análisis desde una perspectiva legal, particularmente desde el derecho penal, por la trascendencia que tienen y por el deber de control de una correcta y honesta actuación en la función pública.
Valores fundamentales. El sistema penal en un Estado democrático se fundamenta en la protección de ciertos valores indispensables para la vida en sociedad. Esos valores resultan fundamentales, por lo que se privilegian con la protección que otorga el control formal más serio y grave con que cuenta el Estado; es decir, la ley penal.
Entre esos valores, se encuentra el deber de probidad de los funcionarios públicos, en el cual se fundamentan delitos como el peculado, la corrupción y el cohecho, establecidos en el Código Penal, además de los delitos incorporados a la Ley contra la corrupción y el enriquecimiento ilícito en la función pública: legislar en provecho propio, el tráfico de influencias y el soborno transnacional, entre otros. Todos estos delitos se aplican, en principio a los funcionarios públicos en el ejercicio de sus funciones.
El deber de probidad no es algo etéreo, ambiguo o indeterminado. Por el contrario, es un concepto jurídico normativo, establecido en el artículo 3 de la Ley contra la corrupción en la función pública.
Para medir el deber de probidad, constituye una regla de principio básico que el funcionario público procure, en sus actuaciones, proteger y defender el interés público frente a los intereses particulares o propios.
Para satisfacer el interés público, el funcionario está obligado a identificar y atender las necesidades prioritarias de manera planificada, eficiente, continua y de buena fe. Sus decisiones deben ser imparciales, sin conflictos de intereses, actuales o potenciales y cuando administre recursos públicos, debe apegarse a los principios de legalidad y rendición de cuentas. Por esto, la Constitución Política, en su artículo 11, define a los funcionarios públicos como simples depositarios de la autoridad.
El incumplimiento de este deber de probidad conlleva responsabilidades laborales, administrativas y penales. Por ejemplo, el delito de legislar o administrar en provecho propio establece una sanción de prisión de 1 a 8 años para el funcionario que participe con su voto favorable en leyes, decretos, acuerdos, actos o contratos administrativos que otorguen, en forma directa o indirecta, beneficios para si mismo o sus parientes.
El delito de tráfico de influencias establece pena de prisión de 2 a 5 años para quien directamente o por interpósita persona, influya en un funcionario público, prevaliéndose de su cargo, para que haga, retarde u omita un nombramiento, adjudicación, concesión, contrato, acto o resolución propios de sus funciones, para generar beneficios o ventajas económicas indebidas.
Es importante señalar que estos delitos admiten la tentativa, por lo que el desistimiento o renuncia no afecta su antijuridicidad, menos aún si el desistimiento no ha sido voluntario, sino forzado u obligado.
Lo que se debe determinar para establecer una responsabilidad penal es el propósito delictivo, exteriorizado en actividades materiales aptas para la realización del delito proyectado por el autor. Es decir, actos propios encaminados a afectar el bien jurídico, en este caso el deber de probidad.
Bien dice el procurador de la Ética, Gilbert Calderón (La Nación 01/06/10), que si se constata, aunque sea en forma preliminar, una violación al deber de probidad, es obligación de la Administración iniciar un procedimiento administrativo. También se debe iniciar una investigación penal, con el cumplimiento de todas las garantías procesales, en especial el derecho de la defensa.
Acción penal. La Procuraduría General de la República está autorizada para iniciar directamente la acción penal, sin estar subordinada a la actuación y decisión del Ministerio Público. Se trata de delitos de acción pública, que no requieren de una denuncia o querella particular, aunque ya está presentada una denuncia contra los diputados en el Ministerio Público. Será interesante constatar quiénes renuncian a la inmunidad penal para que la denuncia pueda proceder.
Para la fiscalización de la correcta función pública, nuestro país, como muchos otros de la región latinoamericana, cuenta con un amplio marco normativo, como la Ley de contratación administrativa, la Ley general de control interno, la Ley contra la corrupción y, desde luego, el Código Penal. Sin embargo, a diario los medios nos informan de funcionarios cuestionados, obras de infraestructura inconclusas o mal construidas, con peligros reales para la vida de todos y, en general, servicios públicos deficientes en salud, educación, seguridad o acceso a la justicia.
Sin duda, la impunidad en esta clase de delitos no radica en la falta de normas legales, sino en la falta de una efectiva decisión de hacer cumplir la ley. Dejar pasar estos acontecimientos sin una investigación seria e imparcial, sería aumentar la falta de credibilidad de las instituciones democráticas y, por otro lado, significaría promover la ausencia de controles y rendición de cuentas a que están obligados los funcionarios públicos.