Hace apenas una semana, el director estadounidense Terrence Malick sumó algunos rumores adicionales a su fama de cineasta de culto, ermitaño, inquietante y esquivo, al ausentarse del Festival de Cannes que lo premió con la Palma de Oro.
En una época en que la privacidad es casi un concepto medieval, en un oficio en el que la exposición mediática parece una circunstancia ineludible, Malick ha conseguido alejarse de cámaras y periodistas, de conferencias de prensa y alfombras rojas, hasta tal punto que algunos han concluido simplemente que no existe.
¿Existe? ¿Es posible concebir un director hollywoodense genuinamente interesado en reflexionar mediante el lenguaje cinematográfico, por encima de las reglas y las modas del espectáculo masivo? Ante un cine generoso en asociaciones libres, imágenes oníricas y reflexiones filosóficas, la respuesta es felizmente afirmativa.
La breve filmografía de Malick cuenta con cinco largometrajes y es propicia para el pensamiento sobre las tensiones habidas entre las fuerzas de la naturaleza y la ambición humana.
El suyo es cine entendido como diálogo necesario; es también impulso poético, que se vale de la contemplación y la hipérbole para reflexionar sobre la grandeza que habita en lo más pequeño.
Su más reciente y galardonado ensayo poético, El árbol de la vida (2011), ofrece una visión reflexiva que abarca los límites la espiritualidad: un filme de grandes ambiciones y logros sobre la necesidad de una convivencia armoniosa con nuestro entorno natural.
Tras el estreno del avance oficial de El árbol de la vida , algunos afirmaron que había mucho más cine en esos dos minutos que aquel que fue posible ver durante todo el año 2010. Así de entusiastas son los acólitos de Malick, aunque la admiración se traduzca, algunas veces, en décadas de esperas y suposiciones.
Fugas. La odisea cinematográfica de Terrence Malick comienza con Malas tierras (1973), una road movie con tintes de film noir ambientado en los Estados Unidos de los años 50. Sin embargo, es más exacto afirmar que el cine según Malick se inicia antes de sus primeras experiencias tras la cámara: durante sus trabajos como profesor de filosofía en el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) y como traductor al inglés de la obra filosófica del alemán Martin Heidegger.
Malas tierras relata la huida desesperada de una pareja de asesinos, al tiempo que despliega el árido retrato de un país a la deriva.
Entre sus imágenes rurales y evocadoras se perciben los ecos de la literatura de J. D. Salinger y de William Faulkner, así como la estela del nostálgico John Ford que filmó ¡Qué verde era mi valle! (1941), y del Charles Laughton que dejó sus ropajes histriónicos para dirigir La noche del cazador (1955).
Cinco años después, Malick estrena Días de cielo (1978), una suerte de continuación velada de Malas tierras , en la que dos amantes erráticos transitan el paisaje tejano de principios del siglo XIX y se hacen pasar por hermanos para esquivar la pobreza y el desamparo de la Norteamérica profunda.
Días de cielo se sumerge en las coordenadas visuales del pintor estadounidense Andrew Wyeth y en la exploración de las fuerzas naturales como ruta hacia la propia identidad. En este sentido, Malick parece seguir el rastro del director alemán Werner Herzog en su intensa exploración del universo físico y en su percepción visual, aguda, reveladora y delirante.
Días de cielo obtuvo el premio a la mejor puesta en escena del Festival de Cannes; significó el reconocimiento de una singular sensibilidad cinematográfica, y atrajo la atención de la cinefilia y de la crítica internacional sobre Malick. Como consecuencia, el cineasta inició un período de aislamiento similar al autoimpuesto por su compatriota y contemporáneo D. J. Salinger.
La nueva vida. Tras una pausa de dos décadas, durante el proceso creativo de La delgada línea roja (1998), Malick avanzó en la conformación de un lenguaje cinematográfico propio, cimentado en las posibilidades metafóricas de la luz y en las múltiples relaciones entre los elementos primarios.
La delgada línea roja es un filme antibelicista que narra vivencias del ejército estadounidense durante la Segunda Guerra Mundial, y la absurda tragedia vivida por miles de soldados estadounidenses en su intento de implantar bases militares en el océano Pacífico.
La delgada línea roja obtuvo el Oso de Oro en el Festival de Berlín y confirmó lo que era ya una certeza: Terrence Malick es una figura notable en medio de la generación de cineastas notables que conforman Martin Scorsese, Francis Ford Coppola y David Lynch, entre otros.
Por aquellos días, el teórico y periodista francés Michel Ciment resumió así la evidencia: “Sin duda, Malick es el más intelectual de los realizadores norteamericanos de su generación, y es también el más sensual y el más sensible al cosmos, como lo prueba la atención que le presta a la fauna y la flora, al agua y al fuego, tan ampliamente evocados en su cine”.
Su largometraje El nuevo mundo (2005) indaga en el mito fundador de la cultura estadounidense mediante una versión poética de la leyenda de Pocahontas.
En ese filme, Malick retoma las relaciones existentes entre el ser humano y la naturaleza, y conforma un tejido de evidentes rasgos formalistas, exhaustivo y exquisito, a la manera de la célebre cinta Tierra (1930), del ucraniano Alexánder Dovzhenko.
Pensar con el cine. Cuenta la leyenda cinéfila que, durante el proceso de posproducción de El árbol de la vida , en los primeros meses del año 2009, Terrence Malick y Gilles Jacob, presidente del Festival de Cannes, replicaron una y otra vez el célebre y apócrifo diálogo atribuido al papa Julio II y al escultor Miguel Ángel Buonarroti sobre la capilla Sixtina: “¿Cuando la terminarás?”, “Cuando la termine”.
Dos años después, Malick vino, vio y venció en el Festival de Cannes, aunque en realidad –como era de esperarse– no vino. El relato legendario añade que El árbol de la vida es un proyecto en el que Malick ha trabajado durante cuarenta años y que ha requerido de cinco montadores para dar forma a un material tan extenso como sutil.
Los entusiastas se refieren al filme como la síntesis del pensamiento del director; la quinta sinfonía de Malick: la obra culminante del acérrimo defensor de una sabiduría natural, equilibrada y fecunda, y de un maestro del arte de ser grande con una pequeña filmografía.
Las reflexiones polifónicas que habitan y conforman El árbol de la vida se adentran en los territorios de la filosofía y de la crítica social.
Con este filme –y tal como ocurría con sus predecesores–, Malick ha aportado una visión de la naturaleza como prolongación de lo divino, en un gesto que lo emparienta con el pensamiento de Aristóteles, Voltaire y Rousseau.
Así, la filmografía de Terrence Malick vincula estrechamente la representación audiovisual con la reflexión de mayores complejidades y alcances: las acciones y oficios del filósofo y el cineasta.
Tal como hicieron en su momento Godard, Bergman y Tarkovski, Malick ha explorado sistemáticamente el límite de los lenguajes artísticos; a la vez, ha cultivado la costumbre casi olvidada de pensar la vida y el cine, con el cine.