El nombre del director taiwanés Ang Lee es buen respaldo para ir al cine. Esto ocurre ahora a propósito de la película
El famoso concierto en Woodstock fue la expresión musical de una generación que predicó, con mucha decisión, el amor y la paz.
La película refleja eso una y otra vez. Lo hace con la llegada de los jóvenes al concierto, en agosto de 1969. En esta línea, el filme es inacabable. La cámara busca, indaga, refleja y lo hace con fotografía virtuosa de Eric Gautier.
Los planos se suceden llenos de detalles. No hay duda: fue una generación que liberó la práctica del amor de las convenciones históricas y de las ataduras religiosas o conservadoras. El llamado amor libre fue libre de verdad.
El director Ang Lee no es tacaño para mostrar y demostrar esa tesis: jóvenes llenos de besos en cualquier lugar, teatro al desnudo con artistas desnudos, familias desnudas con sus hijos pequeños igualmente desnudos. Los planos pasan. Las imágenes quedan. Ang Lee no quiere hacer discursos. En tanto, un drama familiar en Woodstock va hilando esas imágenes.
El ojo de Ang Lee no se cansa. Eran jóvenes por la paz, capaces de alucinarse en un banquete viajero de drogas pleno de camaradería (excepcional secuencia del filme, inolvidable).
Se muestra el quehacer en contra de la presencia de Estados Unidos en Vietnam, ello está ahí con claridad indiscutible. Los signos se vuelven importantes dentro de las imágenes que van corriendo y discurriendo, mientras de fondo continúa la trama familiar.
Fueron álgidos esos años. La policía llega a Woodstock dispuesta a reprimir, bien equipada, y son los propios policías quienes se asombran, porque solo encuentran alegrías y saludos jipis: el jipismo solo sonríe, aún cuando fume marihuana, aún cuando no sea entendido.
Si bien la película tiene una trama acerca de la familia que, precisamente, consiguió el sitio para el concierto, el cuerpo del filme, aunque parezca contradictorio o herético, no está en ese argumento, sino en el desplazamiento constante de la cámara sobre los miles de jóvenes llegados al concierto y sobre sus costumbres y actitudes. La cámara, así, los reivindica.
Es también con la cámara, con esa visualización o rastreo constante, que Ang Lee llena la pantalla con sentido cinematográfico. El filme procura entender a esa noble juventud de entonces, que sería reprimida por esos años en París, en Praga, en México y, si se quiere, en Costa Rica con los hechos de Alcoa, en muchas partes. En fin, es lo mejor de la cinta, con música de Danny Elfman que nos queda debiendo: el pentagrama no se adhiere a las imágenes.
Esa debilidad de la música (¡terrible para esta película!) por momentos contagia al propio Ang Lee, al describir a un sujeto que se reencuentra gracias a Woodstock, lo que se nos cuenta de manera distanciada, sin alma (nos dijo Jurgen Ureña). Es un corte seco ante el resto de la cinta, cuando se pasea entre miles de convencidos jipis.
Con tal ausencia dramática, las actuaciones son apenas convincentes para acercarnos a White Lake y entender lo que había tras esos “tres días de paz y música” (según el decir de Michael Wadleigh con su documental), días que definieron bien a toda una nueva generación, asimilada luego por el sistema, pero ello es tema para otro filme. En lo que se refiere a la cinta