Al bocetar los primeros compases de Turandot , Giacomo Puccini, el innovador compositor de Lucca, ignoraba por completo la cita que había adquirido con el Destino. Cual un relato de muerte anunciada, su última ópera devendría en inconclusa, en la culminación de ese raro drama de vida que suele acompañar a los genios más allá de la tumba.
Pese a los frecuentes altercados que matizaban su estrecha relación, Arturo Toscanini –acaso el más grande director orquestal de todos los tiempos– fue un verdadero compañero de viaje de Puccini. El compositor y el maestro solían emprender largas jornadas en compañía, así como discutir conjuntamente el planeamiento de algunas de las óperas del primero.
Un panettone en litigio. Existe una sabrosa anécdota que matiza la tormentosa relación entre los dos genios: cuentan que, en una oportunidad en que la relación se encontraba en claro distanciamiento, Puccini adquirió, en la panadería de Torre del Lago, un panettone di Natale , exquisito ejemplo de repostería italiana. Acaso abstraído del estado de sus relaciones con Toscanini, le envió por correo a Milán el referido panettone como obsequio navideño.
No obstante, pocas horas después de consignada la encomienda, el maestro luqués se arrepintió de su generoso acto y envió a Toscanini el siguiente telegrama: “Panettone enviado por error. STOP. El férreo director, apreciando el lado irónico de la cuestión, respondió de inmediato con otro telegrama: Panettone comido por error. STOP STOP”.
Viaje a la inmortalidad. Sin la ayuda ni el apoyo de Toscanini, la culminación de la gran obra pucciniana no habría sido posible. A la muerte de Verdi, el panorama de la lírica italiana no era alentador. En el horizonte lírico aparecían jóvenes prometedores, muchos de ellos seguidores de Wagner, pero que se reducían básicamente a cuatro: el primero, el príncipe heredero de la saga verdiana, y su libretista habitual, era Arrigo Boito.
El segundo, y promisorio aspirante, era Pietro Mascagni, políticamente afín a Mussolini y al fascio , quien habría de morir en la miseria, olvidado del efímero triunfo de Cavalleria rusticana ; el tercero sería el napolitano Ruggiero Leoncavallo, caído en desgracia con Giulio Ricordi, editor y músico milanés, a raíz de la composición de La Bohème ; y el cuarto era el propio Puccini, a quien el nacionalismo italiano acusaba de caer frecuentemente bajo la influencia de Debussy o del propio Wagner.
He aquí el tema de un bello cuento. Sobre la base de una historia persa, Hans Christian Andersen dio forma a su relato El compañero de viaje . Recordemos que Andersen es el narrador danés que comparte la autoría de las páginas de literatura infantil más bellas e imaginativas del mundo, junto con los hermanos Grimm, el barón de Munch-hausen, Ernst Theodor Hoffman, el francés Charles Perrault y –¿por qué no?– con nuestras originalísimas Carmen Lyra y María Leal de Noguera.
No es inédito el tema de la apuesta de un extranjero que aspira a la mano de la princesa de un país de ensueño.
El leit motiv sigue siendo el mismo: un desconocido se presenta ante el rey y le manifiesta su deseo de aspirar a la mano de su hija: una fría y sanguinaria princesa.
El riesgo es el más elevado puesto que cientos de desafortunados aspirantes han ya pagado con su cabeza la audacia de tal desafío, y sus pelados cráneos penden de un árbol a manera de sombrío escarmiento.
Antagonismo. En todo caso, la lucha del temerario desconocido es claramente un antagonismo entre las fuerzas de la luz y las de la oscuridad, a la manera de un tema wagneriano. En el cuento danés, el protagonista se ve apoyado por un compañero de viaje, que no es otro que la encarnación de un muerto a quien aquel ha salvado de la infamia, entregando su escaso dinero.
El muerto pide a Dios volver brevemente a la Tierra para pagar su deuda y se aparece al protagonista bajo la poética forma de otro caminante. El ignoto y espontáneo compañero no solamente lo acompañará en su marcha, sino que lo ayudará a resolver los tres enigmas, que mantienen semejanza con los de Edipo ante la Esfinge.
Extranjero: ¡no tientes la Fortuna! La decisión del príncipe Calaf –heredero legítimo del trono e hijo del proscrito Timur– de arriesgar su vida y en cierta forma la de sus acompañantes (su padre sumido en la ceguera y la fiel Liú, verdadera protagonista vocal de la ópera) es un acto de decisión inspirado en el Amor, el oculto personaje que habrá de decantar la trama hacia el triunfo de la luz.
El osado príncipe, al anunciar su desafío por la mano de la gélida princesa, golpea con el mazo el sagrado gong que anuncia a Pekín la existencia de un nuevo candidato a la mano real.
En el cuento de Andersen, en contraste, la trama se inicia con un sueño que el pobre Juan tiene sobre el cuerpo exánime de su padre. En su nocturno contacto con la reina Mab, el protagonista ve el rostro de la más bella princesa, que lo llama hacia sí en ese curioso inframundo en el que las cosas son –en ocasiones– como queremos que sean.
En la ópera de Puccini, el príncipe Calaf echa a rodar los dados. Doble riesgo; siempre bailando en la cuerda floja, una vez obtenido el triunfo y acertado la identidad de los tres enigmas (sucesivamente la sangre, la esperanza y la propia Turandot) cede generosamente a su prometida consorte la oportunidad: quedará relevada de su compromiso si ella adivina su nombre.
Último homenaje. Nessun dorma! ¡Esta noche nadie duerma en Pekín! Así lo manda Turandot, reza el bando que los heraldos repiten una y otra vez por las calles de la ciudad prohibida. La cruel Principessa di gelo ordena torturar a la tierna esclava Liú para que revele el nombre de su amo. La piccola Liú, secretamente enamorada de Calaf, resiste los tormentos y prefiere autoinmolarse con la daga de un soldado. La folla –a la manera de un coro griego– repite el desenlace: Liú, bontá, perdona! Liú, dolcezza, dormi!
El anuncio del triunfo del Amor antecede a la muerte del compositor, que no escribió ni una línea a partir del fatídico anuncio.
El término del viaje en compañía, de ambos monstruos de la lírica mundial, acaeció en el mítico Teatro alla Scala , de Milán, el 26 de junio de 1924, fecha en la cual se llevó póstumamente a escena la inigualable Turandot , única ópera capaz de competir en tensión de espera con las más nacionalistas crea-ciones de Verdi.
En el legendario escenario, con la presencia de primi cantanti del nivel de Rosa Raisa, que se encargaría del rol epónimo; del español Miguel Fleta como Calaf y de Maria Zamboni como Liú, Toscanini inauguró la temporada de la que pasaría súbitamente al plano de las óperas más célebres de la historia.
Sabido es que la versión con la que el napolitano Franco Alfano había culminado la ingrata tarea de terminar la ópera que la muerte de Puccini había dejado inconclusa, no era del total agrado del maestro Toscanini, quien había cercenado –suo arbitrio– más de setenta compases ya concluidos por el bienintencionado emergente.
Empero, el episodio más conmovedor de la historia de la lírica estaba por venir. Al concluir el breve coro con el que la folla –el pueblo de Pekín– escoltaba el provocado suicidio de la fiel sierva Liú, el maestro Toscanini depositó la batuta sobre su atril, volviose hacia el público y, con voz firme aunque conmovida, pronunció el bello epitafio: Qui finisce la rappresentazione perché a questo punto il maestro è morto . Luego del expresivo homenaje, Arturo Toscanini abandonó la sala en silencio, mientras el sipario milanés se cerraba lentamente.
Toscanini, cual fiel compañero de viaje, siguió a Puccini hasta el término de la jornada. Al fin de ella, el mausoleo de su familia albergó provisionalmente, en calidad de huésped, el cuerpo inanimado del genio de Lucca. Con su sincero y póstumo homenaje, pleno de solidaridad, admiración y respeto, Toscanini expresó la despedida de un grande hacia otro grande y le otorgó el exequator a la inmortalidad.