¿Se acuerda de los comunicólogos? Hacían furor en una época no tan lejana. Si le pedías al mesero un fresco de cas, uno se convertía en emisor, el mesero era receptor y el pedido, mensaje; y aclaro que el mensaje respondía siempre a un código. El caso citado es harto simple. Hasta puedo ver aquí al mesero que llega con mi fresco y la espuma desbordante.
Pero un código incluye también cosas tácitas, sobrentendidas: “¿tenés un cigarrillo?” equivale a “¿me das uncigarrillo?” (confianza); y cuando en un pleito de tránsito uno de los causantes pregunta: “¿cómo podemos arreglar esto?” quiere decir “¿cuánto?” (mordida). Otro código es el de incredulidad, cultivado por muchos (y malos) políticos. Si un ministro, acosado por los medios, declara: “El Gobierno, con responsabilidad y cautela, analiza los distintos cursos de acción que corresponden”, la decodificación popular será automática: “El Gobierno, ja, otra vez en posición prohibida”. La transparencia ya no tiene perfil bajo, sino de sótano. Algo que explica por qué el comunicólogo se fue borrando y el doble discurso se volvió cotidiano. Y eso que no menté aún la suspicacia, el peor de los códigos. Un amigo me contaba que ayer un vecino le dijo “¡buen día!” y que entonces él –a una velocidad supersónica– pensó: “Y este' ¿qué me habrá querido decir?”.
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