Jocote de Pocosol de en la foto Steven Hernandez, estudiante vecino de Valle verde de Pocosol,San Carlos, foto de Alonso Tenorio.
Las chicharras hacían un ruido infernal anunciando el fin de la tarde, mientras Steven Herrera apuraba el paso para llegar a Llano Verde del Jocote, donde vive, antes de que le cayese encima la noche.
A Steven le encantaría que por aquí pasara un bus, pero, como a la carretera a orillas del San Juan le falta tanto para estar terminada, por ahora eso está lejos de ser posible. Quizá entre un carro una o dos veces al día, si es mucha la suerte.
El muchacho maja la piedra blanca de la trocha con paso constante y suena como si sus zapatos masticaran la piedra.
Corre con prisa, pero administrando la fuerza porque debe andar alerta. Tiene miedo de que lo muerda “una culebra o algo así”, dice. Además, Steven no puede retrasarse.
Tenía dos días de andar pescando río arriba, donde unos conocidos, pero hoy debe volver. Este había sido el trato con sus padres. Además, las vacaciones no son solo para andar acampando a la orilla del río y pescando guapotillos.
Sabe que es tarde, y la angustia se le nota en la cara. No contaba con que su amigo no vendría a recogerlo en la moto porque ninguno de los dos creyó que “se iba a joder”, dice.
De eso se dio cuenta después del mediodía, cuando salió un par de kilómetros hacia la comunidad de Infiernillo, para mandar un mensaje de texto en el que recordaba a su amigo que debía volver por él.
Allá en la frontera. Por estos parajes de la frontera con Nicaragua, el lugar más cercano con señal celular es en Infiernillo, y eso que solo se pueden mandar mensajes de texto de teléfonos con tecnología vieja.
Con todo, Steven corre contento: acongojado, pero contento porque la pesca fue buena. Además, adora estar metido a orillas del río.
Le hubiera gustado ser veterinario, pero lo más cercano a eso que puede estudiar es agronomía, carrera que lleva en la Universidad Estatal a Distancia.
Mientras continúa apurando el paso, la chicharras siguen sonando junto a muchos pájaros invisibles que lanzan graznidos desde las copas de los árboles.
Aunque había luz, era innegable que ya la noche caería sobre la selva, el río, la trocha y todo lo que la pisara.