En el cenit de su carrera coreográfica, Nandayure Harley nos presenta su trabajo más maduro, reflexivo y a la vez irreverente. Bajo el título Bailar por siempre , la bailarina, maestra y coreógrafa mira desde su cima creativa hacia atrás, y, utilizando su propia biografía escénica y personal, articula una propuesta coreográfica que se convierte en un manifiesto danzario acerca de los mitos y las realidades que se tejen en torno a esta disciplina y, muy especialmente, en torno al danzante.
El mérito de la obra no reside exclusivamente en su bien estructurado discurso narrativo, sino también en el hecho de que Nandayure Harley se inserta dentro del espectáculo unipersonal como su intérprete principal a sus apenas 60 años de edad, para demostrar lo que constituye su filosofía danzaría, especialmente en cuanto a la vida útil del intérprete.
Nandayure es consciente de que el instrumento de expresión del danzante es su propio cuerpo, y –como dice ella– lo carga durante 24 horas en los 365 días del año.
El artista de la danza emplea su cuerpo para expresarse en escena pero también para trasladar su espíritu a través del discurso cotidiano pues, como ser humano, el danzante también debe cumplir con su ciclo vital. El cuerpo no solamente es entonces una herramienta de expresión artística, sino también un instrumento necesario para la función del danzante como individuo.
En este periplo, el danzante debe luchar contra el paso del tiempo y lo que esto incide en el control de la gravedad cuando se encuentra sobre las tablas; también lucha contra accidentes vitales, como la cotidianidad del bolso inmenso que carga, pleno de componentes esenciales, que van desde el cepillo de dientes hasta los múltiples vestuarios que utiliza, incluido el maquillaje. Por su volumen y peso, ese bolso también representa un pesado fardo que a veces agota y otras causa lesiones.
Rico lirismo. El cuerpo –dice la artista– está expuesto a situaciones extremas, que van desde el embarazo hasta una lesión. Por esto, Nandayure considera fundamental la preparación técnica y la adecuada formación muscular, como recursos preventivos capaces de contribuir a afrontar cualquier imprevisto y – mejor aún– como recursos capaces de ayudar al danzante a prolongar su vida escénica.
Sencilla, mordaz, transparente, Nandayure Harley se muestra en escena en medio de las aparentes limitaciones que la edad impone sobre su cuerpo, apoyada en dos grandes respaldos: su asombrosa y madura presencia escénica y, funda-mentalmente, la inagotable pasión que siente y transmite por el arte danzario.
Mientras su cuerpo exude pasión por la danza, el danzante existirá, aunque la carne comience a colgarle y las piernas ya no le respondan como lo hacían en su juventud.
Harley construye un guion de un rico lirismo, y, en esta oportunidad, lo que le falta de expresividad a su cuerpo de otros tiempos, lo aporta con un discurso escénico en el que su voz – exquisitamente dosificada– y una dicción precisa le agregan dramatismo, convicción y seductora embriaguez a su propuesta coreográfica.
Este comentarista está alejado de los teatros desde hace mucho tiempo para evitarse el sufrimiento y la indignación que le provocan el anarquismo irresponsable –en lo referente al entrenamiento corporal– y la pobreza imaginativa de las propuestas coreográficas.
Sin embargo, hay que reconocer que Bailar por siempre devuelve la esperanza y, muy especialmente, hace disfrutar nuevamente de la magia que provoca el ritual escénico bien articulado y cuidadosamente construido en todos sus aspectos.
Grata compañía. Nandayure no estuvo sola en Bailar por siempre ; para ensamblar su propuesta escénica, la coreógrafa se hizo acompañar de un equipo de colaboradores maduros e igualmente soñadores. Así, Fernando Castro construye una escenografía y un telón que incentivan la magia de la obra.
Un dueto musical –Felipe Fournier e Isaac Morera– genera una sonorización ambiental seductora y envolvente, siempre discreta para jamás saturar el espacio con sonidos que pudieran anular el discurso escénico. Valiosos son también los aportes de Fito Guevara –director de escena–, vestuaristas, iluminadores, maquillistas y colaboradores coreográficos.
Iconoclasta e irreverente, Harley no duda en traer hasta el escenario pasajes de su propia vida para enfatizar sus principios filosóficos. Por esto, la atrevida escena que presenta a dúo con Fito Guevara, además de mordaz, por sí sola valió el boleto de la noche.
El programa de mano, de puño y letra de Nandayure Harley, nos entrega el guion de su discurso escénico, y en su caligrafía se perciben tanto la sencillez como la intensidad de su vivencia.
Lo más significativo es verla desplazarse en escena, mostrarse a plenitud con sus virtudes innegables y las limitaciones que le impone el paso del tiempo, abriéndose espacio con madurez escénica, voz, criterio coreográfico y amor profundo por su oficio.
Todo es como ella misma lo afirma en un pasaje de su obra: “El cuerpo canta”. Así es. En el caso de Nandayure Harley, canta el cuerpo, y qué manera de construir su sinfonía danzaría en la que voz, cuerpo, movimiento y seducción expresiva se funden armoniosamente.