Hace unos trece años, el representante del Banco Interamericano de Desarrollo (BID) en Costa Rica, don Emile, admirador (igual que yo) de los tangos de Gardel, me llamó para preguntarme si podría interesarme participar en un programa intensivo que el BID había organizado, para sus expertos y para unos pocos extraños, con la Escuela de Gobierno J.F. Kennedy de la Universidad de Harvard, denominado Infrastructure in a Market Economy (cuya mejor traducción es: “El diseño, licitación, financiamiento, administración, control de riesgos y regulación óptimos de obras de infraestructura –puertos, aeropuertos, oleoductos, carreteras, acueductos, plantas eléctricas, hospitales, etc.– que en el pasado fueron emprendidas por el Estado, mediante esquemas propios de la iniciativa privada”).
Se trataba de un programa intensivo, de dos semanas, que tenía un costo de unos ocho mil dólares por participante, pero que en mi caso sería gratuito. Antes que don Emile terminara de invitarme, le respondí que sí.
El evento tuvo lugar un frío invierno, en el campus de la Universidad de Harvard, bajo unas cinco o seis pulgadas de nieve. La actividad comenzaba a las nueve de la mañana y terminaba oficialmente como a las ocho de la noche. Lo que conservo en mi mente son la amplia cobertura del programa, la pertinencia de la información, la calidad de mis compañeros de estudio y, además, la de las cenas, que se iniciaban a las 7 p. m. y se extendían (a opción del paciente) hasta las 9 p. m .
En estas, que normalmente se engalanaban con una conferencia de fondo, por parte de algún académico distinguido, había gran variedad de platos a escoger: fettuccine al pesto, poulet boucanier ..., lomito con salsa bernesa, quesos y vinos franceses, italianos y del valle del Napa. La tentación de un queso fuerte (Gorgonzola o Stilton), con un vino dulce Sauternes, como preludio o sustituto del postre, siempre estuvo presente. A ella nunca pude resistirme. Eso alimentaba el hemisferio sentimental (el derecho) de mi cerebro, al costo de reducir la productividad del racional (el izquierdo).
Para compensar ese desbalance, por las noches solía hacer una caminata al Harvard Yard, donde compraba un rico helado italiano y un puro cubano (mi límite presupuestario fue $8 por puro), que me calentaba durante el regreso al hotel. Allí, a eso de las nueve y media de la noche, debía proceder a estudiar las notas técnicas y los “casos prácticos” que serían objeto de discusión el día siguiente. Yo nunca he funcionado como estudiante nocturno, y por eso a las once p. m., a lo sumo, inconsciente caía en los brazos de Morfeo.
Pero, como los campesinos ticos, que operan según el horario normal del Sol, sí tengo energías para levantarme temprano. De modo que a las 5 a. m. repasaba el material, para estar a las 8:30 a. m. listo para tomar el desayuno y enfrentar un nuevo día en las salas de discusión.
Al final de la primera semana del programa, mi esposa me llamó para, entre otras cosas, darme la noticia de que el veterinario había dicho que si nuestro perrito (raza: zaguate) no reaccionaba a una inyección, había que ponerlo a dormir eternamente. Eso me puso muy triste. El domingo siguiente decidí darme un desayuno típico de Boston: bagel –que es un tipo de pan que primero se mete en agua hirviente y luego se hornea–, con queso crema y salmón ahumado, acompañado de café que esperé fuera de Tarrazú. Luego iría a misa en el centro de Boston. Pero ocurrió que el metro se demoró, y a las 9 a. m, todavía yo estaba en el tren.
Al salir del subterráneo, y sin saber exactamente dónde estaba, decidí entrar a un templo protestante cuya denominación no recuerdo, que fue el primero que encontré, pero sí recuerdo como hoy el excelente comentario que el pastor hizo de la lógica subyacente del mensaje de Juan, “el bautista”, según el evangelio de San Lucas , capítulo 3, versículos 7 al 9. Luego, como almuerzo, New England clam chowder. Por la tarde, visita a ventas de libros antiguos. De regreso, por la noche, continuación del programa de estudio.
Nuestro perrito salió bien librado del experimento. El programa Infrastructure in a Market Economy, que luego la Universidad de Harvard ofreció a otros clientes, básicamente tenía que ver con la concesión de obra pública al sector privado, un tema complejo, con muchas aristas –que varían de una obra a otra– donde pueden saltar liebres, que requiere gran capacidad analítica y cuyo éxito depende, en alto grado, de la calidad de la administración pública concedente y de los estímulos con que ella opera.
Descuido y burocracia. Regresé a Costa Rica, organicé algunos seminarios sobre el tema y publiqué un escrito en un libro de la Academia de Centroamérica (Cap. 11, “Incentivos, Eficiencia Económica y Concesión de Obra Pública”, en Ensayos en Honor a Víctor Hugo Céspedes Solano, 2005). En él muestro que la concesión de obra pública constituye un importantísimo mecanismo de promoción del interés general de los países, Costa Rica entre ellos. Pero, debo admitir hoy, en el nuestro parece haberse manejado de manera descuidada y un tanto burocrática. Y, con dolor, siento que la propia presidenta de la República considera que la figura fracasó en Costa Rica.
El hecho es que han fracasado cantantes (concesionarios y administración concedente), no la canción. El esquema de concesión de obra pública debe ser administrado con un alto grado de profesionalismo, con reglas diferentes a la de la Administración Pública tradicional, que construía y administraba sus propias obras, y esto no parece haber calado en Costa Rica aún.
Lo mismo, mutatis mutandis, aplica para la operación de Aresep y Sutel: sin una contrapartida estatal de recurso humano de altísima calidad (abogados, ingenieros, expertos en finanzas ') la regulación de sectores claves para el desarrollo del país, como son el de telecomunicaciones y el de energía, podría darnos iguales –o mayores– dolores de cabeza que la carretera a Caldera.
Si por la víspera se saca el día, la probabilidad de que así ocurra no es baja.