Al principio hubo cierta emoción teñida de expectativa; sin embargo, a la mitad del camino todo se convirtió en una tortura.
Acepté el reto de envolverme el estómago con un dispositivo eléctrico que genera calor, con la esperanza de disponer de otra estrategia en mi lucha diaria contra el sobrepeso.
No parecía difícil: eran tan solo 30 minutos cada día.
Tras un diciembre lleno de pecado (aunque solo en cuanto a comida), el inicio de año fue mi motivación para emprender esta nueva batalla.
Opté por una faja que, con su calor, hace a quien la lleva reducir dos tallas en un mes, y eso con una sola sesión de media hora diaria... al menos eso me dijo la vendedora.
Eso sí, proseguí con mis trotes madrugueros, aumenté las porciones de ensalada y reduje la cantidad de arroz sobre el plato del almuerzo.
Si bien tenía la certeza –y hasta la convicción– de que en mi abdomen no aparecerían los “cuadritos” del modelo que promociona este artículo en la publicidad, admito que sí tenía cierta fe en el cinturón.
Mi optimismo estuvo a punto de desvanecerse cuando acudí a adquirir mi nueva herramienta de entrenamiento: ¿por qué, si el cinturón es tan milagroso como lo dice la dependiente, esos resultados no se reflejan en ella?
Entonces recordé de inmediato mi adolescencia, el día en que mi mamá me llevó donde una persona que “curaba” con medicina natural porque tenía los cachetes repletos de espinillas. El hombre me hizo tragar decenas de pildoritas y embadurnarme la cara con cremas, pero siempre tuve una duda: ¿por qué no le daba todo eso a su hija adolescente?
En fin, ya de vuelta a mi casa con el dispositivo, lo que seguía era probarlo. Intenté llenarme de optimismo y esperanza, alentado por las promesas de reducción de tallas.
Sin embargo, a las pocas jornadas, todo se tradujo en una verdadera molestia que incluso me robaba la paz. “Tengo que llegar a la casa a ponerme la faja”, era la frase que rondaba todo el día en mi cabeza.
Durante esa media hora, no tenía derecho a levantarme del sillón, pues el aparato tenía que estar enchufado a un tomacorriente. Eso acentuó mi malestar con cada sesión y ni siquiera la televisión o la música lograron alivianarme esa carga.
Eran los 30 minutos más largos del día. “La verdad”, pensé muchas veces, “para usar esto se necesita una disciplina extraordinaria”.
Los primeros días fueron llevaderos, pero antes de llegar la quincena se esfumó la pasión. La compañera infaltable durante tales sesiones de calor fue la tensión: un consejo de seguridad impreso en la caja decía que, en esos 30 minutos, había que cerciorarse de que no hubiera quemaduras sobre la piel. ¡Dios libre dormirme con esa banda puesta!
Otra advertencia era que, por prevención, la faja no debía quedar totalmente ajustada.
Por último, se incluía un instructivo con los detalles de una dieta recomendada que yo guardé en una gaveta, tras rehusarme a desayunar solo dos galletas soda.
Solo dos veces me descuidé y mi castigo por tal afrenta fue un severo enrojecimiento de la piel que así reaccionó al prolongado contacto con el material sintético a 55 grados centígrados. No hubo dolor, lo reconozco; ni daños secundarios, eso espero.
La promesa de reducir dos tallas no se concretó. Confío en que no haya sido porque me hice el mae durante dos días y me acosté sin haber usado la banda.
La cinta métrica necesitó un centímetro menos para rodear la panza al final de la proeza, pero me quedó la duda de si este efecto fue mérito de la “faja mágica” o de la reducción del arroz y el aumento del trote mañanero.
Los “cuadritos” tampoco aparecieron; de todas formas, nunca me ilusioné con ellos.
Ahora el cinturón está guardado en la misma caja en que llegó a mi casa, abandonado en una esquina junto a otros objetos no necesarios.
Por mi parte, ya aumenté el tiempo y la intensidad de mi trote de las mañanas y en mi horizonte cercano se vislumbran los abdominales, pues ya me convencí de que las actividades que demandan esfuerzo son las que dan resultados.