Jimmy y Johnny Arias son gemelos idénticos, de los que tanto se parecen que podrían engañar a cualquiera. Bastaron nueve meses de compartir el mismo vientre para que el uno se convirtiera en la prolongación del otro.
Nacieron en Limón hace 55 años, de una mamá cubana, y son huérfanos de padre desde los 5. Los menores de una familia de cuatro, Jimmy y Johnny se criaron en un hogar pobre y llegaron hasta segundo año de colegio, pero la educación limitada no los frenó del todo: trabajaron como masajistas de futbol en Limón y San Carlos, y como locutores en las radios Bahía y Atlántida. Hasta en cine estuvieron, como actores en una cinta alemana y colaboradores en la filmación de Eulalia .
Alcanzaron juntos el éxito, pero cuando uno sucumbió ante el vicio, el otro lo siguió. Hace 20 años comenzaron con el licor en las fiestas de Navidad y tras años de consumo, quedaron “enganchados”: aprendieron a ahogar sus penas en el alcohol. Terminaron en la calle, hundidos en una depresión e incluso llegaron a ser consumidores de crack –pero no empedernidos, aclaran. Para ellos, como para muchas de las personas mayores que acuden al Centro, el problema era el alcohol. Hacían trabajitos por aquí y por allá para poder subsistir, y dormían en cartones.
“Mamá siempre nos decía, ‘las noches son largas y frías’. Nosotros vivimos eso y yo siempre me acordaba de las palabras de mi madre”, cuenta Jimmy.
“Somos muy independientes del resto de la familia: solo yo con él y él conmigo. Hemos estado juntos en las buenas y en las duras. Nunca digo en las malas, porque las malas son experiencias para crecer”, agrega Johnny.
Cuando abrió el Centro Dormitorio, lo empezaron a frecuentar y, al poco tiempo, se convirtieron en muestra de que el sistema de reducción de daño, implementado por el programa, ayuda.
Con el apoyo psicológico que se les brindó allí, pudieron reconocer que el alcohol se había convertido en un método de evasión. Fue el reconocimiento de esta situación y la pérdida de la soberbia lo que les permitió, hace un año, dejar la botella.
Ahora fungen como misceláneos del programa pero tienen muy claro que no son empleados, sino colaboradores. Llenan las fórmulas de ingreso de quienes acuden al Centro Dormitorio por primera vez, recogen el alimento donado, hacen mandados y, a cambio, obtienen un lugar dónde dormir.
“No somos empleados aquí; somos servidores. En este proceso se nos han presentado oportunidades: el otro mes vamos a recibir un título de la UCR por ir a una capacitación sobre la indigencia”, explican.
Además de la formación que han recibido en el tema, probablemente es el conocimiento de causa, su valor agregado más grande. Son capaces de escuchar y aconsejar como solo lo puede hacer alguien que ya sabe lo que se siente caer en un abismo. “Ellos a un psicólogo le meten diez con hueco y el psicólogo se lo cree. Pero a uno, que se metió drogas y licor, no se lo batean. Yo les digo: ‘Yo no me metí confites ni chupachupas; yo me metí más droga que usted, así que vaya botando’”, relata.
“Para estar aquí hay que tener vocación, paciencia y virtud porque la gente llega muy deteriorada. Vienen a hablar con nosotros porque saben que ya eso lo vivimos. Yo le digo a mi hermano: ‘esta es una misión’”.