Hugo Chávez Frías fue un líder muy poco estimado en los círculos políticos del continente, indica un estudio de la Universidad de Salamanca. Parlamentarios de 17 países latinoamericanos revelaron su mala opinión a los encuestadores antes de la muerte del caudillo.
La poca valoración no sorprende, habida cuenta del modelo autoritario impuesto en Venezuela y la profunda crisis económica e institucional legada a su pueblo por el fallecido presidente. Tampoco sorprende la concentración de valoraciones favorables en los congresos de Bolivia y Ecuador, donde el “Socialismo del siglo XXI” encontró a sus más entusiastas discípulos.
Más llamativo es el rechazo a Chávez entre los parlamentarios de Brasil y Chile, dos bastiones de la izquierda democrática. La crítica al chavismo no solo brota del polo opuesto, sino de fuentes más próximas, por lo menos en apariencia. Los mismos parlamentarios que valoran mal a Chávez concurrieron para convertir al expresidente brasileño Luiz Inácio Lula da Silva en el mejor calificado.
Hay una clara frontera entre las naciones latinoamericanas donde la izquierda maduró y aquellas donde los modelos radicales aún encuentran arraigo. Entre unos y otros no hay proximidad alguna, salvo la ocasional manifestación de “solidaridad” o el discurso fácil destinado a ciertas audiencias, dispuestas a aplaudirlo. La seriedad de la Concertación chilena y el Partido dos Trabalhadores de Lula se refleja en la pujanza de sus países. El infantilismo chavista produce el resultado contrario.
Venezuela, con toda su riqueza natural, sufre inflación desbocada, devaluación acelerada, escasez de bienes y servicios de primera necesidad, descomunal endeudamiento externo y la más completa incapacidad productiva, manifiesta, para comenzar, en su vital industria petrolera.
Chávez tiene el mérito de haber reducido los índices de pobreza, pero lo hizo por el camino menos duradero: la simple repartición. Llega el día –y Venezuela lo tiene cerca– cuando en ausencia de producción poco falta por repartir. Entonces, el primer impacto de la distribución se disipa y los pueblos van a la miseria, sin clase empresarial, inversión, infraestructura o esperanza.
Es peligroso medir el “éxito” a partir de la momentánea reducción de la pobreza sin volver la vista a la capacidad del aparato productivo para sostener los avances. Antes de Chávez, la clase política venezolana tampoco supo encontrar el equilibrio. Produjo mejor –con todas sus imperdonables frivolidades y desperdicios–, pero repartió mucho peor. Así creó la oportunidad para un siglo XXI en cuyo curso será difícil reparar los estragos del socialismo insensato.