Con este ingenioso anagrama: “Avida Dollars”, André Breton, fundador del surrealismo, decidió trastocar el nombre de Salvador Dalí de manera irónica y despectiva. Dalí se había adelantado a una tendencia que cobraría fuerza a partir de la década de los 60 y que llegaría a su cúspide en los 80 y los 90. Esta tendencia es la del “artista-hombre-de negocios” y cuyo programa más fuerte e interesante es la creación de un personaje antes que una obra.
En aquellos momentos, la idea de un artista cuyo objetivo principal fuese obtener dinero y autopromoverse era –y sigue siendo de alguna manera– muy mal vista.
El precursor. Salvador Dalí entendió de inmediato el cambio que se produjo en la sociedad partir de la explosión de los medios de comunicación. Intuyó a la que, unos 40 años más tarde, Jean Baudrillard calificaría de “la sociedad del espectáculo”.
Dalí manipulaba los medios de comunicación, se rodeaba de figuras influyentes y adineradas, y sabía generar una sensación en cada una de sus actuaciones.
El catalán se dio cuenta de que lograba una mejor cotización para su trabajo si desempeñaba el papel de un hombre excéntrico cuyas actividades generaban polémica y atraían a los órganos de prensa (salió en la portada de la revista Time en diciembre de 1936).
Los bigotes de Dalí y sus calculadas presentaciones en público llegaron a ser tan reconocidos como sus pinturas más célebres.
Breton no lo entendió así; antes bien, consideró a Dalí un traidor a los principios del surrealismo y lo expulsó del movimiento, acuñando el célebre anagrama.
El surrealismo vino y se fue. Nos dejó una herencia formidable en el campo de las artes visuales, pero es quizás en la poesía donde su huella es más permanente.
Por ejemplo, la “escritura automática” resulta fundamental para una buena parte de la creación poética del siglo XX.
La obra de Dalí divide a los críticos: algunos consideran que hizo su obra más importante antes de la década de los 40 y que su trabajo decayó a partir de entonces.
Otros, más radicales, consideran que su obra no conecta con las principales preocupaciones de la pintura de inicios del siglo XX (la liberación de su función mimética, por ejemplo), por lo que lo descartan como un artista relevante.
Lo que resulta cierto es que siguen vigentes su actitud, su personaje y su manera de entender lo que significaba ser un artista en la era de los medios masivos: excentricidades, omnipresencia mediática y alto relieve social.
Filosofía a lo Andy. En la década de los 60, en los Estados Unidos, Andrej Warhola tomaría el relevo de Dalí y se dedicaría a la creación de un personaje-artista. Empezó por alterar su nombre eslovaco a uno más pegajoso y con menos connotaciones étnicas: Andy Warhol. Luego adoptó un uniforme : suéter con cuello de tortuga negro y pantalones del mismo color para la noche, y una playera de rayas horizontales –hecha famosa por Picasso– para el día. A esto le incluyó una peluca plateada que no se quitaba ni para dormir.
Warhol comprende que la música pop es el fenómeno de masas más influyente, y se rodea de músicos famosos: Bob Dylan, Lou Reed, etc. Al mismo tiempo, Warhol se convierte en el manager de The Velvet Underground, y funda Interview , una revista de socialites .
Warhol frecuenta a estrellas de cine, visita lugares en donde estas y otros famosos se juntan (Studio 54) y, para terminar, les hace retratos. Su entendimiento de esta cultura es tan profundo que se permitirá decir: “Ser bueno en los negocios es la más fascinante de las artes”.
El gran mérito de Warhol es ser consecuente: su obra, su personaje y su vida son indistinguibles del mercadeo ( marketing ), del exhibicionismo en aras de la celebridad y de la superficialidad de una cultura que sacrifica todo por la imagen. En su libro Mi filosofía de la A a la Z están registradas alusiones al consumo, a su peregrinaje por las tiendas newyorquinas y a su admiración por la simplicidad gastronómica de McDonald’s.
Warhol había comprendido la influencia que las celebridades ejercen en nuestra cultura y quiso convertirse en una de ellas. En vida logró su objetivo, y su fama no ha decaído un ápice aun después de muerto: solamente las obras de Pablo Picasso superan en valor y reconocimiento a las del artista originario de Pittsburgh.
El escándalo vende. Cuando aparece Jeff Koons en la década de los 80, la idea es vox populi : para alcanzar una alta cotización, es fundamental ser famoso más allá del diminuto círculo del mundo del arte, antes que proponer una obra “seria”.
Koons es un ex- broker de Wall Street, poseedor de la fisonomía de un actor de cine o de un modelo masculino, y paga publicidad en revistas de arte del mainstream , donde no aparecen sus obras, sino él mismo.
Koons no sabe pintar ni hacer esculturas o fotografías; sin embargo, buena parte de su obra se compone justamente de pinturas, esculturas y fotografías. Su participación en la ejecución de todas se limita a diseñarlas y ordenarlas.
“Mi estudio es una libreta de contactos y un teléfono”, confiesa. Esta práctica no es nueva, pero encontrará numerosos acólitos en la década de los 80. Koons es también quien aprovecha mejor una idea que ya habían explotado los pasquines y los medios más amarillistas: el escándalo vende, y vende más si se relaciona con el sexo o algo escatológico.
En uno de sus proyectos, Jeff Koons retratará sus encuentros sexuales con su entonces esposa, Ilona Staller (la actriz pornográfica Cicciolina ), utilizando close-ups anteriormente reservados a revistas de la calaña de Flesh o Meat . Estas imágenes, agrandadas a proporciones exageradas, carecen de cualquier sentido del erotismo: en su mejor definición son pornográficas.
Testimonio de la fortuna personal que Koons ha acumulado es el hecho de que pagó $5 millones a Staller como parte de su arreglo de divorcio.
“Joyas” de Hirst. No obstante, aquella cifra palidece ante lo conseguido por el inglés Damien Hirst, el último heredero de esta infausta tradición –al menos el que más fama ha conseguido–. Hirst goza de la ventaja de conocer el trabajo, la estrategia y los resultados de sus antecesores. Warhol había dejado claro que el dinero es, en el fondo, el meollo del asunto.
Hirst no es un excéntrico al estilo de Dalí: sus excentricidades las guarda para sus obras. Al igual que Koons, manda a hacerlas por artistas profesionales, taxidermistas, joyeros y otros artesanos.
Su socio en una época, Jay Joplin, es un hombre de negocios que se dedicó a vender arte. Entre los dos consiguieron el capital necesario ($30 millones) para, en el 2007, tachonar de diamantes un cráneo humano hecho de titanio, y luego ponerlo a la venta por $100 millones.
Damien Hirst jamás ha alcanzado el nivel de socialite de Warhol o Dalí, pero su estrategia para mezclarse con “ricos y famosos” se basa en los escandalosos precios de sus obras: Hirst subastó varias en $198 millones en una sola noche. Como moscas revoloteando sobre el estiércol, muchos ricos se mueven alrededor del dinero.
Si nuestra época se define por el cinismo, deberíamos admitir que el cinismo de Dalí, Warhol, Koons y Hirst retrata a la perfección este momento histórico. Claro está que eso no los exime de la lapidaria definición del inmortal Oscar Wilde: “Un cínico es aquel que conoce el precio de todo y el valor de nada”.
Joaquín R. del Paso (México, 1961) es artista visual y estudió en el Pratt Institute (Nueva York). Ha participado en las Bienales de Venecia, São Paulo, La Habana, Pontevedra y la del Museo del Barrio en Nueva York. Como ensayista ha publicado en ‘Art Nexus’ e ‘Istmo’, y escribe una columna en ‘El Financiero’.