Manuel es un campesino dominador de todos los oficios de la tierra y otros más. Es cantor, humorista y versificador. Trabajó en muchos lugares del país: Pejibaye, Aguas Zarcas, Vigía de Nicoya, Palmar Sur, Limoncito, Siquiares, Rincón Chiquito... Sus relaciones con la gente manifiestan la regla de oro de las relaciones humanas: decir y hacer las cosas con cariño. Como casi en todas las familias, aprendió de sus padres el amor al prójimo y un acendrado espíritu de servicio.
Conoció todas las hambres y todas las necesidades. De ahí nació su comprensión y su humildad. También sacó guaro y tomó chirrite en abundancia, pero ya tiene más de treinta años de no tomar. En diciembre lo llaman para rezar el Rosario del Niño y canta las letanías. Cuenta con ochenta y cinco años y goza de una juventud espiritual envidiable. Muy joven quedó viudo y con dos hijos, casó de nuevo, vinieron tres más y la mujer lo abandonó por otro hombre, e hizo de padre y madre. Trabajó intensamente para mantenerlos.
En su libro –así lo llama– Historias y anécdotas cuenta numerosos pasajes de su vida desde los años treinta. Comenzó a trabajar, apenas niño, guiando bueyes para que el arado abriera surcos y viniera después la siembra del arroz. Otras veces espantaba piuses, pájaros tras la semilla recién regada, o espantaba tordos, pájaros negros que se comían las granzas de las espigas maduras. Así empezó a ganarse los primeros “fornales”: una peseta, 0,25 al día, tal era la pobreza de aquellos tiempos.
Cuenta que su padre, al llegar el verano y faltar el agua y los pastos, y al morir algunas vacas, les sacaba la piel y la vendía a la Tenería Pirro, en Heredia, donde la convertían en suela para los zapatos y cuero para las monturas. La ganancia la invertía su padre en comprar sardinas para Semana Santa. Así mejoraba el plato de arroz y frijoles, siempre acompañado de un jarro de aguadulce. Este fue el comienzo día a día de nuestra patria, hoy enferma por convertir las cosas que nos rodean en un valor absoluto, y en transformar la dimensión espiritual religiosa de la persona en una simple opción.
Apenas tenía diez años cuando, al cruzar el puente ferroviario del río Ciruelas, Jorge lo soltó de su mano, a fin de que aprendiera a hacerlo solo, y le dijo: “No mire para abajo porque se marea”. Ya su patrón había cruzado, pero venía un tren de carga desde Puntarenas. Desesperado, Jorge le hacía señas con el sombrero al maquinista, y a su vez le gritaba a Manuel que no se tirara al vacío. El niño temblaba de miedo, mas el tren paró, lo subieron a la máquina y lo pasaron al otro lado. Así era la Costa Rica de esos tiempos: humanitaria y bondadosa. Ya adulto, lo invitaban a una fiesta, a un convite, y se convertía en un showman.
En otra ocasión, atravesando cercas y potreros, pues el camino era un barreal, llevaban el “ataúl” de un difunto a casa del abuelo de Manuel para velarlo. El y dos hombres más salieron de noche a comprar pan para la vela. Al regreso se adelantó unos metros y, poseído de un marcado miedo a los “aparecidos”, se dijo: “Si yo me encuentro a esta alma en pena de la mujer muerta, la cojo de un brazo y la tiro al zacatal a la orilla de la línea”. Se decía que recién muerta, en las noches la veían por la línea férrea. De pronto, Manuel vio un bulto que se le acercaba y pensó: “Este es el momento”. El bulto le habló y era su madre. El le gritó: ¡Mamá!, ¿qué hace aquí? Ella, agitada por la conmoción del extraño suceso, le dijo: “Vine a avisarles que el muerto ‘volvió’ y se volvió a morir”. Turbados por la noticia, emprendieron la marcha a toda prisa y se apostaron el resto de la noche al pie del “ataúl”, por si el muerto revivía.
En otra oportunidad cuenta lo siguiente: “Vine yo recién casado y me pelié con la doña, y claro uno recién casado no tiene más que una cama matrimonial, y me dice la doña: ‘ahora ve a ver donde va a dormir, porque con usted no duermo’. Yo me volví y le dije: ‘¿pero como voy a dormir en el suelo?’ Y me dice ella: ‘bueno si usted quiere que durmamos juntos en la misma cama, entonces pongamos una tabla en medio’. Y de veras yo me fui todo contento y traje una tabla y la pusimos en medio de la cama y nos acostamos. Allá como a la una de la mañana, llega ella y estornuda, yo le dije: ‘¡Jesús le valga!’ Y ella era medio sorda y me dice: ‘¿Qué quitemos la tabla?’, entonces yo llegué y la quité...”.
En el capítulo “Colmos” de su libro de Historias y anécdotas se pregunta: “¿Cuál es el colmo de un viudo? Que se case con la cuñada para ahorrarse una suegra”. Y en el capítulo de los “Santos” contiene, entre otras, dos preguntas: “¿Cuál es la santa de los jumas? La santa de los jumas es Santa Pachita”. ¿Y la de los “roquitos”? La santa de los roquitos es Santa Impotencia”.
Lo encontré en la calle y le pregunté qué estaba haciendo ahora, y me dijo: “Ahora soy ratero porque trabajo a ratos”, y soltó la carcajada.
Feliz convitero, sigue por el camino anchuroso de la alegría, el humor y la amistad, tan lleno de luz. Ya se realizará tu sueño de cantar las letanías en el cielo.