En los últimos años se ha desencadenado, en ciertos sectores políticos, una animadversión visceral en contra de la Ley de la Jurisdicción Constitucional (LJC), como si encarnara la representación de todos los males del sistema jurídico y político costarricense. Parece que la voracidad política por reformar ese cuerpo legislativo no tiene límites.
La LJC de 1989 es un depurado texto legislativo, bien pensado y concebido por mentes preclaras, con capacidad extraordinaria de adaptación y flexibilidad. Representa la coronación del Estado constitucional de derecho al proclamar el imperio del principio de la supremacía constitucional y la eficacia expansiva de los derechos humanos y fundamentales. Cualquiera que sea su modificación debe ser acotada, proporcionada, idónea y necesaria, para mejorar la organización y funcionamiento de la Sala Constitucional. No se deben desmantelar los instrumentos de control creados para la defensa y protección de preciados valores y fines constitucionales como la libertad, la justicia, el pluralismo y la dignidad humana, todo en aras de ofrecer “mayores espacios constitucionales” a los poderes públicos.
Tiempos razonables. La Sala Constitucional, pese al ingente circulante que enfrenta (entre 17.000 y 18.000 asuntos anuales), tradicionalmente, ha resuelto más de lo que ingresa, todo según mediciones estadísticas objetivas y serias a disposición de la opinión pública. Asimismo, los tiempos de respuesta de la Sala Constitucional, siempre, han sido razonables en aras del imperativo constitucional de una justicia pronta y cumplida. Sin embargo, es posible mejorar los rendimientos para atender las expectativas de los justiciables.
Para mejorar la organización y funcionamiento de la Sala Constitucional, bastan dos reformas puntuales que son las siguientes:
a) La división en dos cámaras para distribuir equitativamente los amparos y hábeas corpus, lo que duplica la capacidad del órgano, obviamente con la posibilidad que el Pleno conozca el asunto cuando sea de gran trascendencia, existan precedentes contradictorios o no haya jurisprudencia, todo a propuesta de la Presidencia o de alguna de las secciones.
b)Introducir criterios de admisibilidad para que el amparo, el cual representa, históricamente, el 85% del circulante de la Sala, funcione como un recurso subsidiario o residual, cuando no se encontró tutela en las instancias administrativas y jurisdiccionales ordinarias previas, como acontece en, prácticamente, todo el mundo.
El derecho procesal constitucional comparado ofrece buenas prácticas sobre el particular, así la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional Español (artículos 49 y 50) dispone que el amparo debe entrañar “especial trascendencia constitucional” y tener “importancia para la interpretación de la Constitución, para su aplicación o para su general eficacia y para la determinación del contenido y alcance de los derechos fundamentales”. Actualmente, el porcentaje de los rechazos de plano de los amparos, ronda el 45% o más de lo resuelto, lo que tiene un alto costo presupuestario. Asimismo, debe reformarse el amparo para que proceda cuando se infringe, directamente –no mediatamente–, un derecho fundamental y establecerse que no cabrá interponerlo cuando “Existan remedios administrativos o jurisdiccionales ordinarios suficientes, expeditos y céleres”.
La reforma ambiciosa de crear tribunales de amparo y hábeas corpus, tiene grandes desventajas como las siguientes: a) requiere de reforma parcial a la constitución y de someterse a un procedimiento legislativo agravado en dos legislaturas, además de las modificaciones a la LJC; b) plantea la insuperable nebulosa de cuándo lo resuelto por esos tribunales tendrá recurso ante la Sala Constitucional; c) al crearse dos instancias –los tribunales y la Sala– se ralentiza y se despoja al amparo del carácter “sencillo y rápido” que exige el artículo 25 de la Convención Americana, y d) tiene gran impacto presupuestario.
Ante todo, la prudencia debe imponerse al emprender la delicada reforma de un instrumento legislativo de gran valía y significado para el Estado constitucional de derecho y las libertades públicas de los ciudadanos.