En la película surrealista de 1962, cuyo título he tomado para esta nota, el director Luis Buñuel muestra a varios miembros de la alta burguesía quienes, después de asistir a una representación de la ópera Lucia di Lammermoor, se reúnen a cenar en la mansión de uno de ellos.
Concluida la cena, ninguno de los invitados se decide a regresar a su propia casa y todos acaban durmiendo vestidos en los sillones del elegante salón.
Al día siguiente descubren que, por alguna razón inexplicable, no pueden salir del salón, ni puede nadie más entrar a ayudarlos. Sin comida y con solo el agua que pueden obtener rompiendo la pared y quebrando un tubo, su situación pronto se vuelve desesperada.
Cuando, al borde de la inanición y de la locura, los comensales logran finalmente salir del salón, deciden asistir a una iglesia católica cercana para escuchar un tedeum en agradecimiento a Dios por su liberación. Pero al concluir la misa ellos y todos los demás feligreses descubren que la situación se repite: misteriosamente son incapaces salir de la iglesia.La película termina sin que sepamos que será de los hombres y mujeres atrapados en la templo.
Aunque es siempre arriesgado aventurar una interpretación de la obra surrealista de Buñuel, a mí lo que me parece intuir como significado de todo esto, es que la religión, lejos de ser la solución al angustioso problema existencial del ser humano, es solo una pieza más del misterio; que, frente al enigma terrible e insondable de la condición humana, la fe religiosa, en lugar de dar una respuesta, lo que realmente ofrece es otra pregunta.
La película me ha venido a la mente a raíz del creciente y al parecer interminable escándalo suscitado por las revelaciones periodísticas sobre los abusos deshonestos de menores por parte de sacerdotes católicos en todo el mundo y sobre el encubrimiento de este que propiciaron las autoridades eclesiásticas.
La historia no es precisamente nueva, ni siquiera en Costa Rica: en 1885, Bernardo Soto cerró el Colegio Seminario “por razones de moral pública” y expulsó del país a los sacerdotes lazaristas que lo regentaban, en parte como resultado de las denuncias públicas de varios estudiantes de que sacerdotes mantenían relaciones sexuales con sus alumnos.
Sé que algunos de mis familiares sufrieron este tipo de vejaciones hace más de setenta años (uno de esos episodios acabó, ligeramente novelizado, en Los años, pequeños días , el último libro de Fabián Dobles).
“Misterio de la maldad”. El papa Juan Pablo II, en su respuesta a un escándalo anterior que terminó obligando al arzobispo de Boston, el cardenal Bernard Law, a renunciar a su cargo en el año 2002, se refirió al mysterium iniquitatis, el “misterio de la maldad” que opera en el mundo.
Esa frase proviene de la segunda epístola de San Pablo a los tesalonicenses, en que el autor habla en términos apocalípticos de los grandes males y tribulaciones que han de acontecer antes de que Cristo regrese a inaugurar su reino.
La frase me pareció, en un sentido, altamente apropiada: el hecho de que, en todos los tiempos y en todas las sociedades, haya quienes disfrutan de la violencia sexual contra los niños, es un misterio del mal, un enigma que pareciera sugerir algo más perverso que la simple indiferencia cósmica en que creemos los ateos.
El abuso sexual de menores no es, evidentemente, un problema exclusivo de la Iglesia Católica. Muchos niños han sido víctimas del clero de otras denominaciones y el problema es seguramente aún más serio en instituciones seculares como escuelas y reformatorios. Por ejemplo, la primera novela del distinguido escritor inglés Evelyn Waugh, publicada en 1928, trata en buena medida de la increíble tolerancia que existía en las escuelas británicas privadas de su tiempo por el hecho de que muchos de los docentes eran pedófilos (“sátiros” diríamos en Costa Rica).
Pero la diferencia es que la Iglesia Católica es una institución religiosa, que, se supone, ofrece a los seres humanos “el camino, la verdad y la vida.”
Al encontrarla tan comprometida con el mysterium iniquitatis como cualquier otra institución humana, siento lo mismo que al ver a los feligreses atrapados en la iglesia al final de El ángel exterminador: que la religión, en lugar de responder decisivamente a nuestra confusión, nuestra angustia, nuestra ignorancia y nuestra debilidad, es solo un parte más de ellas.