Si queremos indagar en una entidad si se siguen procedimientos que aseguren la calidad, nos mostrarán una serie de documentos sobre lo que se hace al respecto. Pero esos documentos son letra y “la letra mata, el Espíritu vivifica”. ¿Cuál es el espíritu de una buena práctica? Más importante que el documento, es el elemento organizacional que le da sustento. ¿Hay reuniones para darle seguimiento al tema de la calidad? ¿Quiénes participan? ¿Cuán vivas son estas sesiones o son puro trámite? Y más importante que ambos, es el liderazgo que las anima. ¿Si no hay reunión, quién suena una alarma? ¿Si las reuniones pierden dinamismo, quién soca las tuercas?
Para que el operario descarte un producto por un fallo de calidad, se necesita que exista una práctica de calidad. Esa práctica no ocurre sola. Se necesita de un objetivo y de órganos encargados de ejecutar, de controlar –de hacer que ocurra lo deseable– y de la sostenibilidad de la práctica.
Muchas buenas prácticas duran lo que dura una flor, porque no hay energía dirigida a hacerlas sostenibles.
Letra muerta. Nosotros, occidentales, creemos mucho en el decreto. Pensamos que si está escrito, seguirá ocurriendo. Pero eso es falso. Las creaciones humanas –como una buena práctica– no son como las creaciones biológicas. Un frijol que arranca su transformación en una matita, no se detiene hasta producir frijoles. Una política, una ley, un decreto, no tienen vida propia. Por eso, quienes tienen interés en ellos, tienen que ocuparse permanentemente de insuflarles vida.
Recuerdo a Ortega: “El hombre hace la técnica, pero al hombre le hace el entusiasmo. Si el brazo mueve a su extremo el utensilio, no se olvide que, puesto a su otro extremo, mueve al brazo un corazón”.
La gran idea es un chispazo. El plan es su formalización. Ideas que no fueron. Planes que no se ejecutaron. Todavía no hemos aprendido a pastorearlos con el cariño con el que el pastor apacienta su rebaño. Nos deslumbra la inteligencia y dejamos en la penumbra la voluntad.