Humanidad es el conjunto de personas que pueblan la tierra. Son muchos hombres, miles, millones, que se distinguen con una palabra en singular: humanidad. En plural, ya es otra cosa que tiene relación con lo que producen en el campo de las letras algunas mentes que sobresalen. Por lo tanto, no existen humanidades entendidas como grupos de humanidad.
Humanidad es una, pero formada por negros, amarillos, blancos, que piensan, sienten y actúan de manera diferente, según su historia, religión, filosofía y ubicación geográfica. ¿Con cuál argumento podría plantearse, desde esta perspectiva de la naturaleza humana, la posibilidad de universalizar ideas de solidaridad, igualdad y justicia mediante una forma aceptada de gobierno? Parece difícil.
Además, los griegos le dificultaron la vida a la humanidad del futuro: la enseñaron a pensar. La toga de los peripatéticos nos cubre, entorpeciendo y enmarañando lo que debería ser armoniosa y sencilla forma de vivir.
Pensar es dudar, y dudar se relaciona con suspenso, perplejidad y juicios contradictorios. ¿Cómo podemos llegar a la aceptación colectiva de una forma de gobernar si todo lo ponemos en duda?
El mejor gobierno posible. El hombre docto y de buena fe medita y crea un determinado régimen de organismos y leyes para el buen comportamiento social, creyendo que puede garantizar la libertad y los derechos comunes. Pero Tales de Mileto, ni su amigo Pitágoras; Platón, ni su discípulo Aristóteles; ni Cicerón ni Séneca después; ni Rousseau ni Voltaire, cuando escribían textos de filosofía política para la Enciclopedia, tantos siglos más tarde, ni siquiera Moisés, miles de años antes – el más grande legislador y moralista de los que fueron y los que son— tuvieron en cuenta un pequeño detalle: los que forman parte de la humanidad tienen el defecto común de ser especialistas en complicarse la vida.
Como dudan de todo, no creen en doctrinas ni en filosofías; en instituciones públicas ni en valores; en Gobiernos ni en las personas que los conducen y, como no creen, el resultado es anarquía total. Pero, como necesitan de los Gobiernos y de los gobernantes, de las leyes y del comportamiento moral, cuando la situación llega a grados extremos, piensan en buscar salvadores para que los liberen de las graves dificultades que ellos mismos han creado.
Este clamor lo hemos escuchado desde que alguien pensó en un sistema de gobierno llamado democracia, en contraposición a la oligarquía y la monarquía; es decir, en el gobierno de todos, confrontado al de pocos o al de uno. Pero, como la muchedumbre no puede gobernar, se ideó el gobierno democrático representativo. ¿Representativo de qué? De la voluntad popular. Si Platón aún viviera, exclamaría: “Se los dije, la democracia no puede aceptarse porque termina siendo el gobierno de los demagogos y los corruptos”. Sin embargo, dejó una salvedad: “La democracia es el más malo de los gobiernos buenos, y el más bueno de los gobiernos malos”.
Por consiguiente, como la tendencia constante de la humanidad es hacia el gobierno malo, la democracia siempre será el mejor gobierno posible.
Perdonar las deudas. En la Atenas clásica, la democracia llegó a colapsar, como ahora aquí, entre nosotros. Entonces, los hombres prudentes se reunieron para decidir lo procedente. Llamaron a Solón, el más sabio, y le pidieron que pusiera orden mediante un gobierno que funcionara bien, ofreciéndole todos los poderes, el de legislar, el de administrar y el de juzgar.
Le sugirieron asumir la tiranía porque “la mudanza, si había de hacerse conforme a la ley y la razón, era obra difícil y arriesgada”.
Entonces Solón respondió que aspiraba a que todo se hiciese con la voluntad y consentimiento de los ciudadanos, agregando: “la tiranía es muy buena posesión, pero no tiene salida”.
Antes de redactar una nueva constitución, pensó que había que comenzar resolviendo los problemas inmediatos del pueblo, pues “las mayorías están agobiadas por las deudas y yacen bajo el poder de los prestamistas”.Entonces decretó: “Quedan perdonadas todas las deudas y suprimida la usura”.
Así comenzó su reforma, por la “seisacteia o alivio de la carga”, señalando hacia el futuro por dónde ha de comenzar una reforma cuando la democracia colapsa y entra en crisis: primero el pueblo y sus necesidades; lo apremiante, lo que está asfixiando, luego todo lo demás.
Solución viable. La crisis verdadera en Costa Rica, en este momento, es consecuencia del estado lamentable al que se ha sometido al pueblo, ultrajado por la desocupación, los bajos salarios y la explotación sistemática y legalizada que ha soportado durante los últimos cuarenta años, y por la incapacidad económica para adquirir una casa donde vivir dignamente.
Los pobres se ven obligados a comprar lo necesario –electrodomésticos y demás bienes muebles — pagando intereses hasta del sesenta por ciento anual. Esto es un robo legalizado que se permitió a partir del momento en que se abrogó el delito de usura, permitiendo el comercio sin control.
Debemos regresar, obligar otra vez a los bancos del Estado, y a otras instituciones –como en la época clásica de Figueres– a dar crédito con intereses mínimos a la población para crear y fortalecer de nuevo una clase media, único despegue económico aceptable en una democracia. El crédito social es parte de la política de un gobierno democrático y su decisión no puede depender del presidente del Banco Central, y menos, cuando lo que está proponiendo solo favorece a los altos sectores financieros del país.
Solución viable: moratoria de diez años para todos los pobres con deudas, volver a imponer el delito de usura para préstamos o créditos con intereses superiores al ocho por ciento anual, fijar precio justo y proporcionado para las mercancías, y su debido control oficial, y aplicar imperiosamente los principios económicos y sociales que desde hace más de sesenta años garantiza la Constitución Política.
Esto quiere decir que, si estamos pensando en un sistema democrático, debemos comenzar por aliviar la carga al ochenta por ciento de la población; esa es la primera e imperiosa obligación. Todo lo demás es secundario. Después se puede soñar con un Estado maravilloso y feliz, sentados en un blando sofá de la sala, Constantino Urcuyo a la derecha, Vladimir de la Cruz a la izquierda y Francisco Antonio Pacheco al centro, tratando de estructurar un buen gobierno que pueda adaptarse –al finalizar este siglo– a todas las doctrinas políticas del mundo, en trascendental idealismo, algo que no logró jamás Immanuel Kant durante los tantos años que dedicó a criticar la más pura de las razones.