Álvaro X creció en una familia promedio, donde en cada celebración los mayores tomaban licor, frecuentemente hasta embriagarse. Era un presente de socialización que regalar en toda situación imaginable. Cuando entró en la adolescencia, le dijeron que debía emborracharse para “ ser hombre”, y siguió el ejemplo de sus mentores. Encontró que el licor le ayudaba a relajarse, desinhibirse, hasta llegar a ser “el alma de la fiesta”.
Con los tragos encontró amigos del alma, estableció redes sociales, pues en las celebraciones del colegio y la universidad no podía faltar nunca. Era muy divertido que le consintieran las borracheras, los chistes, ocurrencias y situaciones embarazosas en las que se metía. Además, en las reuniones y festejos se repartían degustaciones gratuitas, la mayoría de sus amigas también tomaban y en ese estado era más fácil ligar con ellas. La publicidad y la música que abarrotaba todos los medios de comunicación posibles, le susurraban al oído, promocionando lo idílico de los escenarios y personas que ingerían licor.
Pero de un pronto a otro algo empezó a salir mal, los que antes celebraban sus borracheras ahora lo evitaban; en algún punto del camino se había salido de control. Todos los que le animaron a caminar al borde del abismo, ahora que estaba tocando fondo, le apartaban la mirada. La frustración lo empujó más profundo y acabó convirtiéndose en un alcohólico indigente, de esos que se arrastran en las calles de los pueblos y ciudades. Estrujados por el desprecio y la calculada indiferencia de la sociedad que los condujo a esos destinos. ¿Conocen ustedes de alguna historia semejante?
Hoy, en los medios de comunicación, hay voces que reclaman someter a los conductores alcohólicos a escarnios públicos. Habita en sus palabras tal vez odio y desprecio para esos seres humanos, que son la consecuencia estadística de la indolencia social con que se ha manejado el tema de sustancias adictivas, como el tabaco y el alcohol. Presenciamos el triste espectáculo de seres erráticos, con miradas perdidas, semiconscientes en esos momentos, del grave daño que han causado o que pudieron causar. Entonces, hagan caso de la muchedumbre que pide un linchamiento público, un castigo severo inquisitorial, para esas almas que han descendido al rango de menos que humanas. ¿Quién ha perdido o estará perdiendo?
Aunque no podemos permitir que leyes sigan alcahueteando los desmanes de quienes conducen o agreden bajo los efectos del licor. Tampoco podemos ignorar que el tema de la rehabilitación no se ha manejado con la urgencia y pertinencia que se requiere. Encarcelando a los infractores ebrios con la severidad que se desee, no se evitará que otros nuevos vengan a tomar el lugar de estos. Miren la estadística de las edades en que los jóvenes se inician en estos vicios. Lo hacen porque están a su alcance, porque la costumbre lo tolera, y de allí algunos continúan hacia adicciones peores. La capacidad para rehabilitarse debe ser fortalecida con mayor urgencia aún que la represión, lo mismo que la educación para la prevención.
Sin demoras burocráticas, hay que girar los recursos necesarios a las instituciones que se dediquen a estos fines, para fiscalizar y promover su quehacer. Tendamos la mano sabiamente a quienes han caído en la adicción o están en riesgo de caer; no creamos que todo se va a arreglar solamente con castigos; algunos harán caso; para otros, a estas alturas, responder sin ayuda profesional en salud mental, les será imposible. No promovamos la visión parcial y sesgada que tanto daño ha causado, en el lugar o circunstancia donde sea que quiera aplicarse.