El mismo día – no sé si a la misma hora– partieron en el viaje sin regreso, dos glorias del teatro costarricense, y aunque los dos no estaban activos desde hace mucho tiempo, han dejado un vacío muy difícil de llenar. Carmen Bunster – madre del actor Rodrigo Durán– fue una dama extraordinaria en el escenario y en la vida diaria. La recuerdo siempre dispuesta a trabajar en cualquier lugar y en cualquier momento, sin la menor queja o reclamo. Fueron muchos los personajes a los que dio vida durante los valiosos años que fue parte del elenco estable de la Compañía Nacional de Teatro.
En cuanto a José Trejos, fue mi amigo y compañero desde que iniciamos los años de estudio en el Liceo de Costa Rica. Al terminar esta etapa de nuestras vidas, los dos partimos hacia los Estados Unidos, yo a Nueva York y José a una universidad en el centro de ese país. Estudió administración de negocios, lo cual le sirvió luego para montar, a su regreso, un negocio, el cual le permitió ganarse honradamente el pan de cada día. Pero ya durante sus estudios universitarios había iniciado otro camino que no le trajo dinero, pero si muchas satisfacciones y logros personales.
Según me contó, en la universidad en la que estudiaba existía un grupo de teatro que presentaba obras clásicas pero que, al principio, no le interesó hasta que un día el director lo llamó y le ofreció un papel. El lo objetó por su acento tico, pero el director le respondió que lo que le interesaba era su rostro, ideal para el papel de gánster. “Además, le dijo, lo importante es que entrés con una ametralladora y le disparés a todo el mundo”. Trabajó en esa obra y ahí nació su gran afición por el teatro. Varios años más tarde fundó, junto con Virginia Grunter, Lenín Garrido, Daniel Gallegos, Guido Sáenz, Ana Poltronieri, Anabel de Garrido, Quitico Moreno y Clemencia Martínez el “Teatro Arlequín” bajo la dirección primero de Luccio Ranucci y luego de Jean Moulaert.
Fueron años de oro para el teatro costarricense. Yo trabajaba entonces en El Diario de Costa Rica y los acompañé en todas sus actividades y escribí críticas con el seudónimos M.M.M. Recuerdo, sobre todo, una noche en que se presentaba “el Baile” de Edgar Neville. La noche estaba especialmente obscura, aunque sin lluvia. Existía algo raro en el ambiente. No lo sabíamos entonces, pero la muerte rondaba el teatro. A terminar el segundo acto, Beto Cañas llegó con la noticia: el autobús que llevaba el ballet de Corelia Romero a unas funciones, había tenido un terrible accidente en Choluteca, Honduras, y había muchos muertos y heridos. En el autobús viajaba la esposa de José, Maruja, y sus dos hijas. Guido Sáenz recibió la noticia, y decidió en la mejor dirección teatral, que “the show must go on” y no decir nada hasta que terminara la función. Después... la angustia, la espera en la Casa Presidencial, la ayuda que brindó el presidente de entonces, don Chico Orlich, y la alegría, de saber que, aunque heridas, Maruja y las niñas estaban vivas.
Tenía José una habilidad muy especial para la comedia, y fueron muchas las obras en las que, especialmente en compañía de Ana Poltronieri, hizo reír y disfrutar al público. Recuerdo también con agrado las muchas veces que, en alguna velada, incluyendo varias en mi casa, después de hacerse rogar, recitaba el poema del bombero de “La Cantante Calva” de Ionesco, en un idioma que a veces parecía francés, a veces italiano y semejaba al español, pero que no era ninguno. Fue también mi compañero durante todos los años en que fui miembro de la Compañía Nacional de Teatro, y sus consejos, sobre todo para escoger las obras, fueron siempre de mucho valor y acertados.
Se ha ido para siempre un gran actor y un buen amigo.
Pero su recuerdo perdurará siempre en los que tuvimos la oportunidad de disfrutar de su gran talento.