Fotografas tomadas el 15 de marzo del 2011 de anciana que barre las calles de San Jos, quien dice llamarse Esperanza Cubillo Retana Mass. Fotos: Mayela Lpez (Mayela_Lopez)
Es imposible toparse con doña Esperanza en San José y no quedarse viéndola. Su largo pelo canoso, figura encorvada y abundantes arrugas contrastan con la vitalidad juvenil que muestra yendo de acera en acera, asida firmemente a una escoba.
No hay basura que se le escape ni peatón que llegue a estorbarle. Con la vista clavada en el piso, barre y barre. Se detiene un instante, observa a su alrededor y se lanza de nuevo contra la suciedad. Es implacable.
Lleva unas sandalias sucias y un vestido tan sencillo como ajado; ese es su uniforme. En las manos blande una escoba maltrecha; esa es su herramienta.
Las cuadrillas municipales de limpieza no saben de esta abuelita. Muchos de sus “colegas”, nunca la han visto, pero ella no necesita un salario para demostrar su pasión por la pulcritud.
“Esto es lo que me gusta: ver todo limpiecito, las calles, las aceras, los negocios”, afirma sin dejar de mover la escoba.
Desde hace varios años, doña Esperanza se dedica a barrer las aceras josefinas con tal empeño que pareciera estar limpiando el patio de su casa.
Y en cierta forma lo es. Vive en un cuartito en barrio Santa Lucía, muy cerca de la avenida 10. Ahí se mudó con su madre y hermanos hace varias décadas.
Nació en Guayabo, cantón de Mora, un viernes de 1929, cuando el calendario marcaba 18 días de octubre.
Creció en en el campo, pero no le gusta hablar mucho de su pasado; en parte porque no lo recuerda bien. A su edad, los hilos de la memoria se le enredan.
Tiene 81 años y, si dijera otra cosa, la multitud de arrugas que le surcan la frente delatarían su mentira. Igual, ella no lo oculta. Se mete la mano bajo la blusa y, de su mullido sostén, saca una cédula algo maltratada. “Esperanza Trinidad Cubillo Retana”... junto al nombre, el rostro pizpireto de una abuela sonriente.
Mujer agradecida
“Vivo en barrio Santa Lucía, allá abajo, en un ranchito. Estoy registrada soltera, he sufrido, mi madre se me fue y mis hermanos también. Me dejaron sola”, dice.
Es una mujer alegre. La vida la ha golpeado y la golpea más todavía, pero ella no se amilana.
Todos los días, se levanta a las 5 a. m., ordena su cuarto, lava algunos trapitos, toma la escoba y empieza a caminar.
Solo unas viejas sandalias rosadas separan sus pies del concreto. Sobre el cuerpo, lleva un vestido de colores, una blusa o un abrigo de lana mal abotonado.
Camina despacio, algo encorvada y arrastrando los pies. A pasitos cortos, cruza la avenida segunda hasta llegar al Parque Central. Una vez ahí, el camino no está escrito. Bien anda por la avenida central, el bulevar de la avenida 4 o las cercanías de Plaza Víquez. A cada rincón de la capital lleva su desmechada escoba y, donde menos se lo esperen, se planta a barrer con ganas.
Su técnica de barrido es algo singular. Amontona un cerrito de basura, se aleja un poco para contemplarlo y vuelve para hacerlo más grande. Así puede llevarse una media hora, totalmente absorta en su labor.
El afán que pone en la tarea bien le vale los piropos y halagos de quienes pasan caminando a su lado. “¡Eso, abuela!”, “¡póngale, abuelita!”. Pero también están los que, sabedores de su carácter de pocas pulgas, la molestan hasta hacerla enojar, levantar la escoba y... salir despotricando contra toda la descendencia de sus críticos.
Claro, en la calle también ha encontrado amigos, gente que ha sabido llegar hasta su sensible corazón de abuela. En una verdulería le regalan bananos, mangos y otras frutas para el desayuno; en una sodita, le dan café con galletas, y en un almacén, le guardan y reponen las escobas que, a veces, pierde en el camino o le roban con descaro.
“Antes compraba las escobas, cuando eran más baratas; ahora ya no puedo, no me alcanza. Me las regala la gente, pero me las han robado”, dice bajando la voz.
Ella agradece cada gesto de cariño con una sonrisa de pocos dientes o con un “los quiero mucho”. “Hay gente muy buena. Me han salvado hasta la vida. Todos son excelentes conmigo, me chinean y por eso yo les barro el localito cada vez que puedo, sin pedirles nada a cambio”, afirma mientras se sienta y cruza la pierna para tomarse un café en una soda.
La taza llena del humeante líquido negro es el único vicio que le queda en la vida. “Me prohibieron que vuelva a fumar y he logrado cumplirlo”, confiesa.
Todavía no se alcanza a mirar el fondo de la taza, cuando ella se levanta de la mesa y con grandes ademanes se despide de cuantos estén a su alrededor.
En cuestión de segundos, está pasando de nuevo la escoba por las aceras de San José. Terminará ya entrada la tarde.
De vuelta en su cuartito, se comerá el último bocado del día antes de irse a dormir “con las gallinas”, a esperar que amanezca otra vez.