¡Buenos días, amigos! ¿Despertaron vivos? ¿Ya se pellizcaron, para verificar que sean aún residentes de esa bella comarca llamada Vida? Porque recuerden: según los ominosos vaticinios que tuvimos que soportar durante todo el año, hubiésemos debido haber entrado en lo que Omar Jayam llamaba “Los siete mil años del ayer”.
Pero no pasó nada. Ni aerolitos, ni colisión con cometas, ni implosión instantánea del universo, ni explosión de cien mil ojivas nucleares, ni diseminación de un insidioso virus que hubiera acabado con la especie humana, tal la Muerte Roja, de Poe. ¡Qué aburrido! ¡No habrá noticias espectaculares, ni grandes titulares en los diarios! Pero¡ qué digo: de haberse producido tal hecatombe, no habría quien publicase ni leyese periódicos!
Así que no pasó nada. Pifiaron los mayas. Acaso hubiéramos debido asesorarnos con Walter Mercado, para saber qué iba a ser de nosotros. Él nos lo hubiera revelado, envuelto en túnicas persas, sedosos batones, entornando los ojos, y deseándonos, como siempre: “Mucho, mucho, pero mucho amor”.
Mercachiflería. En realidad sí pasaron muchas cosas, pero en otra esfera del quehacer humano: la mercachiflería. La histeria manufacturada por los profetas apocalípticos generó inmensurables beneficios para miles de comerciantes. Toda una industria floreció, capitalizando en la ignorancia, la superstición y ese sentimiento con el que siempre será fácil manipular a los pueblos: el miedo. Surgió una inusitada demanda de víveres y dispositivos de supervivencia por parte de los “preppers” y los “survivalists”, sobre todo en los Estados Unidos, que vive bajo un estado de paranoia y psicosis de guerra colectiva verdaderamente trágica.
Así, la sociedad californiana “Vivos” vendió espacios en búnkeres capaces de albergar a cientos de individuos. Ello, por la razonable suma de $50.000 por persona. El sitio Emergency Seed Bank, por su parte, puso en el mercado kits de sobrevivencia, por 30 euros la unidad. Cada paquete contenía toda suerte de granos de plantas para ser sembradas, en caso de subsistencia a la debacle. Survival Kits Online puso a disposición de su crédula clientela una bolsa para la “sobrevivencia familiar” que contenían baterías eléctricas, cuerdas, cobijas, etc., todo ello por 175 euros.
En Francia, la pequeña comunidad de Aude –según los oráculos de la fatalidad, único rincón en el mundo que sería preservado de la aniquilación– recibió a más de 20.000 personas –mucho más de lo que la infraestructura del pueblo es capaz de albergar –. Y el alcalde tuvo que intervenir para que no se siguieran vendiendo piedras de la región –a guisa de reliquias arqueológicas de lo que alguna vez habría sido el planeta– hasta por 1000 euros' ¡Amigos, amigas: 1.000 euros por un pedrusco!
A la aldea llegaron periodistas del mundo entero, y hubo gente que acampó dentro de las grutas en las montañas que rodean el pueblito. Y por supuesto, la Oficina de Turismo de México recibió, este año, una afluencia de 52 millones de visitantes –normalmente acogen veinte millones– que, como por ensalmo, se han convertido, de pronto, en avezadísimos arqueólogos, en estudiosos de la cultura maya, en descifradores de signos, lectores de alfabetos cifrados, de misteriosos jeroglíficos. ¡Una cultura tan noble, tan fascinante, ahora convertida en anzuelo mercadotécnico, en usufructo de adivinadores de bazar!
Ya en 1844 William Miller, predicador bautista estadounidense, predijo el retorno inminente de Jesucristo y el fin del mundo, según exégesis bíblicas “perfectamente serias”. En 1975, los Testigos de Jehová anunciaron el terminus ad quem de la humanidad en cuestión de meses. En 1999 el costurero Paco Rabanne (¿quién lo mete?) hizo sonar todas las alarmas de Francia, porque la estación espacial Mir iba a colisionar con París, provocando miles de muertes. Ello, según su –qué duda cabe– autorizadísima lectura de Nostradamus. Y en 2000, por supuesto, un vago, apocalíptico tremor volvió a apoderarse de la humanidad, esta vez bajo la forma de un virus informático que, presumiblemente, sumiría a la civilización en el caos.
Contra los mercaderes. Siempre me ha llamado la atención que Jesucristo, clemente, comprensivo e indulgente con los traidores, las prostitutas, los ladrones, los blasfemos, las mujeres adúlteras, los endemoniados, los seres más marginados de la sociedad, fuese, en cambio, implacable, absolutamente intolerante con los mercaderes. Es el único momento, en su saga-pasión-jornada sobre la Tierra, en que monta en cólera, ¡y de qué manera! Al punto de blandir el látigo: iracundo, abiertamente violento. Por lo demás, fue capaz de llorar, de dudar, de exponerse a la tentación, de juzgar, de elevar un reproche desgarrador a su Padre. Pero ceder a la furia, convertirse en tempestad, rugir, desalojar, golpear, eso solo lo hace una vez: con los mercachifles. Y ¿saben qué? Lo comprendo. Comerciar con la ignorancia, el miedo y el dolor de la gente es el gesto más aberrante y nauseabundo que sea dable imaginar.
Nunca es el ser humano tan vulnerable, tan manipulable, tan débil como cuando teme. Lo saben los tiranos que han reinado por el terror. Lo saben los agresores domésticos, que vapulean a sus hijos y esposas. Lo saben las iglesias, que han amedrentado y hecho lo que han querido con los pueblos a punta de visiones infernales, de imágenes como sacadas de la edición ilustrada por Doré de la Divina Comedia: pozos de fuego, monstruos viscosos de ojos fosforescentes, lagunas estigias, cancerberos de tres cabezas y cola de reptil, suplicios exquisitamente refinados en su perversidad, que no hacen sino plasmar la inmundicia que habita las mentes de una buena parte de los curas que, hoy por hoy, resguardan nuestra “salud espiritual”. Proyecciones de su propia porquería. ¡Cómo los desprecio!
Hoy es 22 de diciembre, el sol ha vuelto a prodigarle su amoroso abrazo a la Tierra, el planeta sigue girando sobre su eje rotacional. Solo una cosa ha cambiado: hay ahora un montón de gente que se ha hecho inimaginablemente rica. A costa de nuestro temor. Favorecidos, además, por la tecnología de la comunicación, que ahora puede extorsionar nuestro dinero más fácilmente que nunca. ¿Por qué? Porque siendo más informados, más instruidos –esto es, que tenemos más instrumentos, más herramientas intelectuales a nuestra disposición– seguimos siendo profundamente incultos. La incultura reafirma el poder de ciertos sectores sociales: sean muy suspicaces, amigos lectores: hay gente a la que le conviene –¡y cuánto!– que seamos incultos: harán lo que sea necesario para mantenernos en esta forma de cautiverio espiritual. Esa es precisamente la definición del oscurantismo: sojuzgar, manipular y extorsionar a los pueblos a través de ese primal, atávico sentimiento que es el miedo. De nuevo, cito a Martí: “Sed cultos para ser libres”.