Cuando, por varios años, la Caja del Seguro Social fue invadida por la mala gestión, la corrupción, la indiferencia, el desorden y los privilegios, una minoría salió en su defensa. La principal institución del país en el campo social se derrumbaba, y pocos, en el orden interno y externos, corrieron en su auxilio.
Más aún, no se paralizaron sus funciones, no se hicieron huelgas, no se llevaron a cabo manifestaciones callejeras, no se bloquearon las calles en defensa de los derechos de los asegurados, del derecho a la salud, el más sagrado de todos. Por el contrario, todo transcurrió en medio de la indiferencia total y del regocijo de quienes mamaron a dos carrillos de los beneficios de la CCSS, sin recordar que muchos otros, tan costarricenses como ellos, no disfrutaban de iguales prebendas.
Hasta que la copa rebosó.
Diversos informes y estudios nacionales e internacionales nos abrieron los ojos. Había llegado la hora de la verdad, de los hechos, que, por mucho tiempo, habíamos tratado de ocultar viviendo en un mundo falso y, séame permitida la expresión, de hipocresía. Y, entonces, enfrentados con la realidad, nos asustamos. Parecía que, por un tiempo, íbamos a recobrar el juicio y a rectificar. Así quedó inscrito en muchos artículos en la prensa y en el testimonio de personas versadas. Vino luego la hora de las recriminaciones y se desató la guerra de guerrillas de las inculpaciones mutuas. Sin embargo, ninguno de los culpables asumió la responsabilidad del naufragio.
Surgieron, con todo, diversos grupos y personas dispuestos a salvar en verdad la CCSS. Su labor silenciosa ha comenzando a dar los primeros frutos, pero, al mismo tiempo, aparecieron en el escenario callejero, con redobles de democracia y de justicia social, los que, en la hora de la crisis de estos años, vieron y callaron, y no organizaron manifestaciones públicas ni huelgas. Estudiantes, profesores, dirigentes sindicales y diputados, y todos los expertos en esta materia han elevado ahora sus voces en defensa de la CCSS sin pasar, por supuesto, de los límites de su añeja retórica. Esta es la lucha que ahora se nos plantea.
La manifestación callejera de la semana pasada fue elocuente. El responsable de los problemas de país, según los cabecillas de estos movimientos, es la Fuerza Pública; el Gobierno debe convertirse en mero espectador nacional; la impunidad debe ser la norma general; los derechos de los transeúntes y de la gente deben ceder ante la fuerza callejera; el diálogo nacional es cosa del pasado; el poder de la palabra es suplantado por la agresión, y la institucionalidad está en manos de los cabecillas de turno.