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Como magia negra, cada año, la temporada de lluvias trae fatalmente su cuota de destrucción. La del año 2010 fue particularmente intensa debido a la confluencia de tres fenómenos climáticos: la tormenta tropical
Para lo que se ha vivido como magia negra, los seres humanos inventaron una suerte de conjuro, utilizando los métodos de la ciencia: la prevención del riesgo.
Al introducir racionalidad en el mundo, por medio del cálculo y la previsión, han intentado tomar el control de su destino, escapar a su fatal repetición.
Sin embargo, desde el 2002, estudios señalaban el peligro de derrumbes en el cerro Pico Blanco. Poco más de un mes antes del último desbordamiento del río Parrita, vecinos de este cantón se habían manifestado para exigir la construcción de un dique.
¿Por qué no logró el conocimiento del riesgo materializarse en acciones preventivas para salvar a estas poblaciones del desastre? Las miradas han apuntado en las últimas semanas hacia la Comisión Nacional de Prevención de Riesgos y Atención de Emergencias (CNE).
A la cabeza de dicha institución, desde hace 18 meses, se encuentra Vanessa Rosales. Según esta ingeniera civil, que se define ante todo como ingeniera y no como política, si las tragedias acontecidas durante el mes de noviembre eran evitables, el que no se haya logrado dar protección a las poblaciones no es el signo de un fracaso en la labor preventiva de la Comisión de Emergencias. La ley “establece claramente que la prevención es responsabilidad de todos los entes del Estado. Pensar que hay una sola institución que tiene que llevar la batuta y dictar pauta en materia de prevención, no sería real”, afirma con decisión.
El problema de fondo, enfatiza, es el rezago de 40 años que tiene el Estado costarricense en ordenamiento territorial.
Para Rosales, solo empezará a haber un cambio en el mediano y el largo plazo cuando el Plan Nacional de Gestión del Riesgo del 2009 logre tener incidencia en las decisiones que toman los municipios, el INVU y las diferentes instituciones encargadas de controlar el ordenamiento territorial.
Vanessa Rosales se percibe a sí misma como una persona perfeccionista y controladora. Dice preocuparse por saber precisamente qué se dice y en qué estadio se encuentran los proyectos bajo su supervisión, para poder dar una respuesta precisa ante cualquier cuestionamiento.
En el flujo compacto de su relato, prolijo en detalles técnicos, cuenta anécdotas que revelan para ella las dificultades a las cuales se enfrenta en su tarea de prevención de catástrofes: “Conversando con un concejo municipal recientemente, en uno de los cantones afectados antes de esta tragedia, les preguntaba: ‘Bueno, pero ¿cómo está el plan regulador del municipio? ¿Ya han avanzado con eso?’, y la persona del concejo municipal me decía: ‘Mire, doña Vanessa, no hay ambiente ni político ni social para aprobar ese cambio. Porque la plusvalía en este cantón es tan alta, las mejores vistas están en los cerros y ahí es donde los extranjeros están comprando a precios descomunales el metro cuadrado'’ ”.
El rezago del Estado en ordenamiento territorial se complica así con la falta de voluntad política de funcionarios poco resistentes a la presión de intereses económicos.
¿No existe una manera de obligar a los municipios a no privilegiar intereses económicos por encima de la vida de las personas? “Uno quisiera que fuera así'”, responde en tono más pensativo. “Sin embargo, el derecho a la propiedad es un derecho constitucional y hay muchísima jurisprudencia de la Sala Constitucional haciendo ver por la obligatoriedad de respetar ese derecho”.
Vanessa Rosales resume el problema de las comunidades en situación de vulnerabilidad de la siguiente manera: “El Estado no tiene una solución definitiva para estas personas. Y muchas veces, aunque haya soluciones, las personas no están dispuestas a aceptarlas”.
En lugares como Sixaola, Matina o Parrita, la solución requiere de un desarraigo que los habitantes no quieren sufrir. Se aferran a zonas que son “territorio del río”, pese a que saben que todos los años sus casas se inundarán. “Muchas comunidades se han acostumbrado a convivir con la inundación”, concluye.
Con voz desazonada, dice no comprender por qué las personas vuelven sistemáticamente a vivir en estas zonas de riesgo, como la víctima regresa, una y otra vez, al lecho de su verdugo: “¿Cómo puede uno resignarse a perder todos los años sus bienes, poquitos, muchos, pero cosas que le han costado, si le dan una opción de trasladarse a otra localidad, a una casita mejor, y no aceptarla? ¿O aceptarla y después venderla y devolverse a donde estaba?”.
Esta actitud tiene, a su juicio, raíces sociales muy complejas, pero es reflejo también de una mentalidad que se ha ido apoderando, poco a poco, de los costarricenses: el conformismo. Para Rosales, los costarricenses son conformistas porque esperan que el Estado lo resuelva todo. “Nos hemos mal acostumbrado a un estado paternalista, que todo nos lo resuelve”.
Rosales evoca entonces sus años de estudiante universitaria, cuando, durante la primera administración Arias se construyeron viviendas de interés social. En ese momento – recuerda– si bien el Estado brindaba ayuda para la vivienda, las familias beneficiarias estaban obligadas a hacer un aporte, aunque fuese pequeño.
Posteriormente, se transformó el bono de vivienda en un bono completamente gratuito. El resultado: “lo que es regalado no se aprecia”, afirma, apelando al decir de sus abuelos, parte de una generación de gente “que no se echaba para atrás”, y que ahora parece añorar.
Al constatar esa actitud conformista, se pregunta dónde quedó la generación que hizo grande al país: “Un visionario como Jorge Manuel Dengo, si no hubiera sido su idea el MOPT y el ICE y de todo lo que él hizo, ¿qué tendríamos ahora? A partir de esta generación, ¿cuál ingeniero ha hecho una diferencia en el país? Hemos ido perdiendo ese espíritu de lucha, esa visión, esa ambición, esas metas, porque nos hemos ido quedando en que ‘no, yo mejor no me complico la vida y me quedo aquí sentada esperando que todo me caiga del cielo’ ” .
Es justamente lo contrario del conformismo, la actitud de lucha y superación, lo que encontró en Ana Cambronero, líder del grupo de damnificados del terremoto de Cinchona. “Yo estaba trabajando en la empresa privada cuando ocurrió el terremoto de Cinchona y veo en las cámaras a aquella mujer pequeñita, sencilla, con aquel semblante tan sereno... Cuando yo estaba en mi escritorio bonito, en mi trabajo bonito, y escucho las declaraciones de esta señora, se sacudió algo dentro de mí... ¿qué estoy haciendo aquí?”.
Ana Cambronero le cambió la vida, asegura, y la motivó a querer regresar a una dimensión más social de la ingeniería. Es el ejemplo, para Vanessa Rosales, de una persona que nunca se doblegó pese a su tragedia, ni se quedó cruzada de brazos esperando que el Gobierno le diera una solución. Es el símbolo de lo que, a su parecer, eran los costarricenses: personas trabajadoras que, sin buscar la ayuda del Estado, tomaban entre sus manos las riendas del destino.
Así, las personas esperan soluciones del Estado, pero, a veces, funcionarios del Estado esperan que las soluciones partan de las personas.