Las telecomunicaciones evolucionan a ritmo vertiginoso, como lo sabe cualquier usuario que revise un catálogo de equipos ofrecidos para este año y compare sus características y precios con el aparato adquirido el año anterior. En esta área, vital para el desarrollo y exigente como pocas de una capacidad de respuesta acelerada, Costa Rica parece decidida a tomarse su tiempo.
A paso lento va la apertura de las telecomunicaciones y a paso lento van las previsiones aprobadas para cerrar la brecha digital, en sus dimensiones geográfica y social. El Fondo Nacional de Telecomunicaciones (Fonatel) existe para introducir un elemento de equidad en la apertura del mercado. Sus recursos servirán para dotar de Internet de banda ancha a las escuelas y colegios públicos, extender la telefonía a zonas descubiertas por las redes existentes y otros fines de similar importancia.
El problema es que los fondos no llegan a sus arcas, ningún funcionario ha sido nombrado para administrar el sistema y a dos años de su creación, Fonatel no tiene un solo plan diseñado. Hasta ahora, solo hay tiempo perdido. El fondo se nutrirá del 1,5% de los ingresos brutos de todos los operadores de servicios de telecomunicaciones y también del pago por la concesión de bandas para los celulares.
En el primer caso, el lento proceso de apertura, obstaculizado en parte por el Instituto Costarricense de Electricidad (ICE), impidió a las empresas privadas iniciar operaciones de manera oportuna. En consecuencia, el ICE es el único operador obligado a contribuir al fondo con un 1,5% de sus ingresos brutos. La institución se rehúsa a pagar y planteó una acción ante el Tribunal Contencioso Administrativo para precisar la fecha exacta del nacimiento de su obligación. Según el ICE, el canon solo puede ser aplicado a los ingresos habidos después de marzo del 2010, cuando se le habilitó como operador en el nuevo marco jurídico de las telecomunicaciones.
En consecuencia, Fonatel cuenta con solo $2 millones de los $20 millones que esperaba tener a esta fecha, y el ICE, según las cuentas de la Superintendencia de Telecomunicaciones (Sutel), adeuda $18 millones. En camino están los $170 millones pagados por las empresas Claro y Telefónica por la concesión de bandas, pero hay buenas razones para sospechar que en ese proceso los intereses de Fonatel tampoco quedaron bien servidos. La exasperante lentitud de la apertura y los entresijos de nuestra maraña burocrática desincentivaron la participación de varias firmas de telefonía, inicialmente interesadas en obtener una banda. Nunca sabremos el precio que habrían alcanzado las concesiones en el fragor de una competencia más intensa, pero una de las bandas ni siquiera fue adjudicada.
Si se hubiera actuado a tiempo, con la celeridad requerida en esta materia, no es difícil imaginar un Fonatel dotado, a esta fecha, de recursos cercanos a los $300 millones, una suma nada despreciable para los fines asignados a la institución. La iniciativa de un presupuesto extraordinario de ¢300 millones, aprobado por la Contraloría General de la República, tampoco fructificó. El Ministerio de Hacienda alegó carecer de los fondos necesarios. El dinero le habría permitido a Fonatel iniciar operaciones, si bien ayuno de los cuantiosos fondos que deberían estar en sus cofres. Al menos, la entidad habría estado en condiciones de contratar algún personal e iniciar el diseño de los planes de inversión.
No hay sentido de urgencia. El comportamiento del país en materia de telecomunicaciones contradice su vocación –y necesidad– de insertarse en el mercado mundial en procura del desarrollo. En el caso de Fonatel, nuestra conducta también contradice los mejores propósitos en el ámbito de la política social. Ampliar las oportunidades educativas y cerrar la brecha digital son objetivos indispensables para construir una sociedad equilibrada.