En las extensas landas de la región de la Alta Normandía –noroeste de Francia– reposa Ruan, la ciudad “de los mil campanarios”, atravesada por el Siena y por varios de sus estuarios. Sobresaliente como un mástil, se ve la aguja principal de la catedral, horadando el cielo hasta 151 metros.
Si Notre-Dame es más equilibrada; Amiens, más grande; Rheims, con su pórtico separado del cuerpo de la iglesia y su aire de edificio de arcilla, más original; si no hay vitrales que se comparen con los de Chartres, y Estrasburg es quizás más enigmática por sus rasgos bizantinos, sólo hay una palabra para calificar la catedral de Rouen (Ruan en español): monstruosa. Se le viene a uno encima.
Gótico flamboyant (flamígero): las infinitas excrescencias pétreas asumen por momentos la forma de llamas, lo que Kant llamaba “lo sublime terrorífico”.
El palimpsesto. Estamos aquí en presencia de una catedral-palimpsesto: que no nos asuste la palabra: un palimpsesto es una superficie (un papiro, un folio, pero también una pared, o en su sentido más amplio, la totalidad del diseño arquitectónico) sobre el que se van superponiendo y sedimentando nuevas escrituras, ornamentos, y rasgos estilísticos que enriquecen –si bien de manera heterogénea– toda la obra.
Por ejemplo, las excavaciones arqueológicas de 1995 encontraron toda suerte de secretos: dos iglesias románicas de fines del siglo VI, separadas por un atrium (patio central); una basílica destruida por la invasiones normandas; otra iglesia románica arrasada por un incendio –bien planeado– que terminó por destruir la mitad de la ciudad; y, en 1200, las primeras piedras de la actual catedral gótica.
La cosa no termina ahí: la iglesia fue casi irremediablemente dañada durante los bombardeos aliados de 1944. Su total reconstrucción, según los planos originales, data de 1963. Ahí está un palimpsesto arquitectónico: el conjunto se nutre de las más diversas influencias.
En su forma actual, 1.400 años de historia arquitectónica se ven representados. Se realzan unos a otros: nos hacen creer en la belleza de la heterogeneidad, y se traen abajo la noción de pureza estética.
No sólo hablamos de un palimpsesto arquitectónico, sino de cinco manifestaciones superpuestas de la bestialidad humana: ¡toma tanto tiempo erigir una catedral de esas dimensiones!; pero, para traerla abajo basta con el microsegundo de un obús.
La catedral está consagrada a la gloria de la cristiandad católica, en particular a Nuestra Señora de Ruan. El monstruo –porque por su dimensión y abigarramiento no es otra cosa– está rodeado de palacios arzobispales. En uno de ellos tuvo lugar el segundo juicio contra Juana de Arco. La doncella-guerrera fue condenada a morir en el fuego con madera verde (la que más lentamente ardía, estipulaba la sentencia).
No hay un lugar para prosternarse ante su cuerpo: Juana fue desmembrada y arrojada al Sena. Santa Juana de Arco, santa Genoveva y santa Teresa de Lisieux son las tres patronas de Francia.
Residentes que a la tumba se llevaron trozos de historia irrecuperable, esa que murió con ellos: Enrique I, quien reposa en una de los palacios arzobispales que rodean, como macizos de flores, la enorme fluorescencia rocosa del centro. Su noble gestión al frente de los destinos de Francia no le impidió la muerte por envenenamiento en 1113. En tan noble vecindario descubrimos la tumba de la madre del cruzado Ricardo Corazón de León.
Mirada apaciguadora. Ante Ruan, no sabe uno si temblar o prosternarse, pero hay un hombre que supo hacer con ella otra cosa: pintarla una y otra y otra vez. Toda obra maestra es producto de una obsesión, y la de Monet por “su” catedral fue manifiesta: más de treinta lienzos, producidos entre 1892 y 1894. Algunos fueron pintados en el exterior, otros desde cuatro diferentes apartamentos, situados exactamente al frente de la iglesia, algunos desde un inmueble con vista a la fachada occidental, muchos terminados en su jardín-estudio de Giverny.
La fijación de Monet por Ruan solo puede compararse a la de Cézanne por la montaña Sainte-Victoire, y a la de Delaunay por la Torre Eiffel: en total, cientos de cuadros. Los lienzos de Giverny fueron hechos “de memoria”; pero, como decía Derrida: ¿no pinta todo pintor de memoria? ¿No debe tomar primero una foto mental de lo que luego su mano reproduce cuando mira el lienzo?
¿Qué nos enseña Monet? ¿Es tan sólo un homenaje a aquella catedral? Obviamente no: ya para eso existía, desde casi medio siglo atrás, la fotografía. Monet pinta ese espacio imponderable que hay entre sus ojos y la catedral. Es como si, con cada gradación de la luz, surgiera un edificio completamente diferente.
Los lienzos “matinales” están llenos de azules, los de los días nublados son grises, los vinos oscuros corresponden a la caída del Sol. La iglesia se convierte casi en un pretexto para hacer cantar la luz. De hecho, la exactitud de sus rasgos arquitectónicos y de la perspectiva pierden importancia.
El de Monet es un descubrimiento muy simple: la pintura no se hace con buenos o malos sentimientos: ¡se hace con paletas, con unguentos, con pigmentos, con aceites, con lienzos y pinceles!
Alguna vez, el pintor trabajó sobre diez cuadros simultáneamente, pasando sin tregua de uno a otro, para capturar cada modificación de la atmósfera. Fijar lo imposible. Físicamente –cosa que le tenía sin cuidado– fue un fracaso; pictóricamente, un triunfo. “La primera manifestación del arte abstracto”, lo llamaría Kandinsky.
Fue una época en la que el arte redescubrió su materialidad: para Mallarmé, la poesía no era el eterno cuento del “te quiero-no te quiero”, sino un fenómeno de la palabra. ¡Señoras y señores: bien que mal, la poesía se hace con palabras!
Para Debussy, la música no era Isolda muriendo de amor ante el cuerpo de Tristán, sino un simple –y no por ello menos hermoso– “juego de formas sonoras en movimiento”.
El alma de una catedral. Las catedrales están diseñadas para que el sonido en ellas se eternice. Son los espacios acústicos ideales para los coros y los órganos (¡y para las prédicas: hasta bien entrado el siglo XX no hubo micrófonos!).
No hay una gran catedral desprovista de su órgano, y los de Ruán pasan por ser los mejores del mundo. Uno de ellos es un monstruo con cuatro teclados (61 teclas cada uno) y 34 pedales. El organista era, por lo menos, tan importante como cualquier ministro de la Iglesia, por alta que fuera su jerarquía. Nos sorprende, pero tal era el rango que los músicos tenían en tiempos de las grandes catedrales.
El segundo órgano está ubicado lateralmente, y es de proporciones más modestas (¡sólo tres teclados!). Durante décadas, fue el instrumento de Marcel Dupré, uno de los organistas señeros de todos los tiempos.
Señalemos cuáles fueron los otros y que los organistas, entre todos los músicos, son los únicos que nunca han aspirado el vedetismo: Johann Sebastian Bach (Leipzig), César Franck (Sainte-Clotilde), Anton Bruckner (San Florián), Charles-Marie Widor (Notre-Dame), Olivier Messiaen (Notre-Dame); y sí: lo crean ustedes o no, Franz Liszt, el tornado del piano, fue también un gran organista (Weimar).
En La tentación de Occidente, André Malraux dice que, durante el gótico, las cosas eran analizadas después de haber sido “sentidas”, mientras que, durante el siglo XX, las cosas sólo son “sentidas” con el propósito de ser analizadas. Efectivamente, Ruan nos aplasta y sobrecoge primero, y, solamente después, la visión analítica comienza a discernir los detalles dentro del abigarramiento.
Lo primero es la visión de conjunto: el sentimiento, no el análisis. Esa era precisamente la concepción de la fe preconizada por la Iglesia Católica: sentir antes que analizar, la revelación, el escalofrío: la certeza de que se está en presencia de algo que no sólo lo sobrepasa a uno, sino que lo contiene. La partícula reconoce y se inclina ante el todo.
La catedral de Ruan nos sobrecoge por su historia y su antiguo señorío.