Cuando contemplamos un Miró o un van Gogh, cuando leemos una obra de Carpentier o de Borges, podemos saltarnos la portada o la identificación del cuadro. Bastan una mirada o un par de párrafos para saber que estamos frente a un Miró, un van Gogh, un Carpentier o un Borges. Como monógamos empedernidos, ellos son incapaces de ser infieles a su estilo.
Ese es el caso de Froilán Escobar (Cuba, 1944). Quien haya asistido a su ya nutrida y sólida obra se percatará en pocas líneas de que La última adivinanza del mundo (EUNED) es “un Froilán”. El trazo de su pintura es el lenguaje. Este libro no transcribe, literaturizándola, el habla popular campesina de Cuba. Escobar construye una oralidad a partir de su propia poética, recompone el idioma y consigue su efecto más perdurable en los órdenes morfológico y sintáctico, como ya ha apuntado acertadamente Carlos Manuel Villalobos.
La libertad de lenguaje y construcción sintáctica de Escobar se remonta al canon barroco, al Martí de los textos más intrincados y boscosos, a la tradición délfica de Lezama. La última adivinanza del mundo apela al oído del lector y otorga un protagonismo al idioma. Aquí el lenguaje es también argumento.
Realidad imaginada. A través de la mirada de su protagonista, Froilán nos permite asistir a la campaña de Antonio Maceo en el Occidente de Cuba durante la última guerra de independencia (1895-1898).
La protagonista vive los combates sin vivirlos y muere en la retaguardia sin morir; presencia la carnicería y los desmanes, la heroicidad, el odio sin paliativos y la crueldad de una guerra donde ambos contendientes estaban dispuestos a jugarse la aniquilación para conseguir la victoria.
El narrador-personaje dice: “Afuera, vivaqueando en la lejanía, sonaban los tiros de la guerra. Maceo apuraba la matazón. El mundo en que vivíamos está que estaba terminando”: una epopeya griega (o un patakín yoruba) donde participan los hombres y los dioses.
En esta guerra que abolía el ayer pagando en cuotas de mañana, “veíase a Changó lanzando su piedra del rayo y a la noche pelearse con el chisporroteo”.
Como en la guerra de Troya, los dioses toman partido, combaten en el bando de las armas cubanas y cobran su óbolo en muertos al contado: “Changó tiraba su piedra del rayo, ¡busumbán!, desde arriba, y Oyá, más atrás, echaba la candela. ['] Los Ikú no paraban: iban en un cobrarse la vida por todos lados”.
Como grandes estrategas, los dioses controlan el campo de batalla, juegan a la vida y a la muerte. Cuando la protagonista baña a Elegguá con malanga, cuando su madrina hace “ofrenda de frutas de pitahaya a los Ibeyi, los jimaguas sagrados”, cuando de su frente “le estaba brotado un paisaje que ofrendaba, ilé obba”, no se describen ritos banales de cara al turista literario que aplaude, sino “adivinación de los agueros ocultos”: lo que le permite conocer a la protagonista que su padre está en peligro y que sólo ella puede cambiar su suerte.
La definición de este narrador-personaje es otro de los grandes aciertos de la novela. Al igual que Sasa Stanisic en su libro Cómo el soldado repara el gramófono ; como James G. Ballard en El imperio del Sol , o Elem Klimov en la estremecedora película Ven y mira , Froilán Escobar observa la guerra a través de los ojos de una niña que no sólo la presencia desde una distancia que queda abolida por la magia de la ficción, sino que padece en la retaguardia las iniquidades de un mundo sin ley con todos los ingredientes de la contemporaneidad –pede-rastia, violencia de género, impunidad, crueldad extrema y una miseria que es la implacable enemiga que no cesa, la heroicidad de los pobres–.
Esa Penélope no teje y desteje a la espera, en este caso, del padre que ha ido a la guerra. La niña construye, tuerce, modifica los sucesos con su puntada. Su madrina le anuncia la inminencia de la muerte que ronda a su padre en la guerra y le advierte que sólo ella puede modificar su sino.
La niña debe aprender a tejer, no para consolar la espera, sino para rehacer la realidad en cada puntada, para salvar a su padre de cada peligro. Tejiendo la realidad, ella teje el camino de la salvación para su padre. “Lo real sólo empieza a existir cuando empiezo a tejer los hilos”, nos dice.
Experiencia total. Posiblemente el mayor hallazgo de esta novela es ese entretejer –nunca mejor dicho– la realidad invocada o construida y la realidad objetiva de la guerra a la que la protagonista no sólo asiste, sino a la que prefigura y tuerce los caminos de la vida y la muerte como un Elegguá que, equivocado de isla, hubiese ido a parar a Ítaca: “Estoy repitiendo su vivir, su ilé olódin. Doy todo rápido las puntadas para que aliste el jolongo y agarre al tiento el machete”.
En cierta ocasión, cuando amanece en la tela, el día que ella le regala a su padre a puntadas lo delata al enemigo. Entonces “se mete a esconderse en el monte. Yo en mi yo, tiemblo. No me alcanzan las hebras para tejer el derredor. No me alcanzan tampoco los ojos. ['] Por tanto matorral el follaje, mi padre se me pierde de la vista. Tengo que desapretar los hilos para abrir ranuras que permitan entrar rayitos chiquiticos de la luz, con fin de distinguir su figura”.
La última adivinanza del mundo prefigura la sintonía visual de la guerra, pero –como en una Internet 2.0 o en un juego interactivo– el espectador-narrador-personaje compone los sucesos. Reacomoda la realidad desde la escritura, esta vez a puntadas sobre la tela.
Ninguno de esos artefactos verbales o argumentales escamotea (por el contrario, subraya) la terrible textura de una realidad narrada con un verismo que la convierte en experiencia personal, cercana, para el lector.
Si la narrativa actual se nos vuelve cada vez más anecdótica y cinematográfica, este libro nos devuelve la epopeya. Sería infructuoso que Froilán Escobar intentase convencernos de que estamos frente a una ficción, de que esta no fue la guerra. La poética de La última adivinanza del mundo nos conduce hacia ese espacio sin tiempo donde la palabra consigue crear una realidad que adquiere vida propia. A los lectores se nos concede la oportunidad de otorgar a estas palabras textura de experiencia personal, intransferible.
El autor es escritor y crítico cubano, y reside en España. En el 2012, su novela ‘Bitácora del silencio’ obtuvo el Premio Camilo José Cela Ciutat de Palma; la ha publicado la editorial Sloper.