En la historia de Costa Rica, hasta ahora el principal conflicto religioso ha sido el que enfrentó a la Iglesia católica y a los políticos e intelectuales que impulsaron las reformas liberales en la década de 1880. Como resultados principales de esa confrontación, la influencia eclesiástica fue reducida en las áreas de la familia (aprobación del matrimonio y el divorcio civiles) y de la educación (decisiva, aunque no totalmente secularizada), se introdujeron limitaciones institucionales para el asentamiento de órdenes monásticas en el país y se prohibió a los sacerdotes utilizar la religión con fines políticos. Un conflicto similar, aunque a una escala más reducida, se presentó en la década de 1900, cuando los sacerdotes y feligreses heredianos procuraron introducir la enseñanza de la religión en el Liceo de Heredia.
Pese a los esfuerzos realizados, la Iglesia no logró recuperar los espacios perdidos, en buena medida como resultado de que, aunque el electorado costarricense era predominantemente católico, políticos como Ricardo Jiménez, Cleto González Víquez y otros, lograron mantener la gestión de los asuntos públicos como una actividad esencialmente secular.
Esta situación cambió al comenzar la década de 1940, cuando el gobierno de Rafael Ángel Calderón Guardia, a cambio del apoyo eclesiástico para el programa de reforma social, promovió la derogatoria de parte de la legislación liberal aprobada a finales del siglo XIX.
En este contexto, el círculo de políticos católicos y eclesiásticos más conservadores impulsó, incluso, un proyecto para derogar el matrimonio y el divorcio civiles, iniciativa que fracasó, al no ser apoyada por el arzobispo Víctor Manuel Sanabria. A partir de entonces, la Iglesia reforzó su posición institucional y en la esfera pública, proceso que se consolidó después de la Guerra Civil de 1948, gracias a la colaboración que tendió a prevalecer entre las autoridades eclesiásticas y los dirigentes del Partido Liberación Nacional (PLN).
Nuevos desafíos. Sin embargo, varios cambios ocurridos en la segunda mitad del siglo XX no tardaron en plantear nuevos desafíos a la Iglesia. Ante todo, la clerecía, que ya se había dividido en la década de 1940 entre partidarios y opositores de Calderón Guardia, experimentó una nueva escisión a partir de la década de 1960, al configurarse un círculo de sacerdotes identificados con el Concilio Vaticano II, la Conferencia Episcopal de Medellín y la Teología de la Liberación. A lo anterior se sumaron la rápida expansión de las corrientes evangélicas y una creciente secularización de la sociedad civil.
En las últimas dos décadas, la identificación con la Iglesia católica ha sido fuertemente desgastada también por su dificultad para adaptarse a los cambios sociales y culturales, y a algunos avances científicos, y por las crecientes denuncias contra eclesiásticos por cometer abusos sexuales contra menores de edad y realizar manejos financieros controversiales.
Siempre es difícil encontrar indicadores adecuados para analizar el impacto de estos procesos; pero según algunos estudios, la población nominalmente católica, en Costa Rica, disminuyó de 90 a75% en el período 1985-2002. Aunque esta última proporción puede parecer alta aún, ya en 1985 solo el 15% de quienes declaraban ser católicos asistía a misa una vez a la semana. Asimismo, en una encuesta dada a conocer en el 2006 por el Instituto de Estudios Sociales en Población (Idespo), más del 50% de los entrevistados opinó que se podía prescindir de la enseñanza religiosa en las escuelas; y alrededor de un tercio la consideró innecesaria en los colegios. Además, de acuerdo con una noticia publicada por La Nación (23/2/11), el 35% de los alumnos de primaria y el 43% de los de secundaria no asistieron a clases de religión en el 2010. Probablemente, de ser modificada la disposición que establece el carácter obligatorio de la educación religiosa, la asistencia se reduciría todavía más.
Estrategias. Con miras a los desafíos anteriores, la Iglesia ha respondido con dos estrategias básicas. Para enfrentar el conservadurismo cultural propagado por las corrientes evangélicas, una buena parte de los eclesiásticos ha adoptado una posición similar a la de sus competidores: la condena o descalificación de algunos de los nuevos avances científicos; el rechazo de los estilos de vida alternativos, de las relaciones afectivas entre personas del mismo sexo y de la educación sexual secular; y la defensa de las identidades y de los papeles sociales tradicionales de hombres y mujeres.
En contraposición, en el ámbito de las políticas económicas, un sector variable de los eclesiásticos se ha sumado a las fuerzas opuestas a los llamados procesos de apertura y privatización: desde las denuncias que hiciera el arzobispo Román Arrieta contra el gobierno de Calderón Fournier a inicios de la década de los noventa hasta la lucha en contra del Tratado de Libre Comercio (TLC) con Estados Unidos en el decenio del 2000.
Sin duda, este proceder expresa, en parte, las divisiones internas dentro de la Iglesia; pero, a la vez, le ha resultado muy útil a la institución como un todo para, de acuerdo con las circunstancias, atraerse el apoyo de los sectores culturalmente más conservadores del país en unos casos; y en otros, para acercarse a las organizaciones y grupos opuestos a las reformas económicas impulsadas en Costa Rica en los últimos veinte años.
Sostenibilidad. Gracias a esta doble estrategia, la Iglesia, en un país cuya política está decisivamente dominada por el cálculo electoral, ha logrado neutralizar, hasta ahora, a los grupos y fuerzas contrarios a los intereses eclesiásticos. En la base de tal neutralización está el temor de que enfrentar a la Iglesia –aun cuando fuera para promover cambios fundamentales para el desarrollo del país– podría tener un costo en las urnas extraordinariamente elevado. ¿Será realmente así o ese temor es solo una “ficción operativa”, basada en la experiencia histórica?
Efectivamente, e n el pasado, la Iglesia se enfrentó con políticos e intelectuales secularizadores –como Mauro Fernández, gestor e impulsor de la reforma educativa de 1886– con el apoyo de una sociedad civil mayoritariamente rural, campesina y católica. Hoy, en contraste, en una Costa Rica cada vez más urbanizada, educada y diversa, los principales adversarios de los eclesiásticos son distintos sectores de una sociedad civil crecientemente secularizada.
Desde esta perspectiva, la doble estrategia de la Iglesia no parece sostenible, dado que, al profundizarse la secularización de la sociedad, se acrecienta la brecha entre el conservadurismo eclesiástico y las nuevas demandas y necesidades sociales y culturales. Las tensiones resultantes quizá provoquen, a corto plazo, que la “ficción operativa” antes señalada pierda toda eficacia, a medida que partidos y políticos comiencen a preguntarse si el costo electoral verdaderamente está en enfrentar los intereses de la Iglesia, o está en no hacerlo.