Había transcurrido mucho tiempo desde que habían tenido lugar las más resonantes de sus hazañas. Hundido en un acolchado pero aburrido lecho, esperaba ansiosamente el momento de salir de nuevo a sumarle glorias a la alucinante epopeya de una vida dedicada a ejecutar extraordinarias obras que deslumbraban a los seres humanos de muchas latitudes. No obstante, no dejaba de atormentarle el recuerdo de la vacilación que había percibido en quien, con diestra mano, tantas veces le había masajeado suavemente el cuerpo utilizando tan solo los dedos índice y pulgar. Durante el último deslizamiento voluptuoso de las milagrosas yemas sintió que la mujercita le descubría, en su redondez, una leve y amenazadora escoriación. Deseó fervientemente que la cicatriz fuera todavía microscópica y se encontrara tan lejos de su ápice como de su rostro. No cesaba de pensar en que, cualquiera que fuera el caso, con el tiempo el desarrollo del incipiente cáncer significaría irremediablemente el final de las placenteras caricias de centenares de metros de telas de seda, lana, algodón y lino.
Se preguntaba, eso sí, si la suya no sería, ya, una marca mundial del todo insuperable y pensó que aunque lo fuera -y era eso a lo que más le temía- tan pronto como su hasta entonces afilada punta se volviera roma, su cuerpo se partiera en dos o se abriera su ojo diminuto, la extraordinaria cantidad de hilo que había engullido en su vida comenzaría a ser olvidada por todos, hasta por la dulce operaria que un día de tantos no vacilaría de nuevo, tomaría la decisión de desecharla, la desmocharía inmisericordemente con una lima y acabaría metiéndola en el cofrecillo de las agujas oxidadas que más tarde irían a parar al fondo de un húmedo basurero. Quiso lanzar un imposible alarido de terror, y en un desesperado intento por escapar saltó del alfiletero al borde de la mesa y, desde ahí, se precipitó hasta el suelo del taller donde, tras dar varias volteretas, se hundió en la más oscura rendija del entarimado. Pocas horas después, el encargado del aseo inundó la rendija con agua jabonosa de un trapeador de piso y anunciaba que la muerte de la aguja sería, por oxidación y olvido, lenta pero inexorable.
De ese modo despertó cierta mañana, con la frente cubierta de sudor y sintiéndose víctima de ahogos, uno de los escarabajos de la política tras haber soñado que era una aguja más famosa que aquella a la cual Jesús de Nazareth le atribuyó la posibilidad de ser atravesada por una soga que solo un mal traductor del arameo al griego pudo convertir torpemente en burdo y antiestético camello.
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