Ana tantea el sonido del mar todas las madrugadas desde su casa, antes de encaramarse la gorra, una pantaloneta, sus chancletas y la atarraya, y salir a playa Potrero a probar suerte con la pesca.
Dice que si las olas rugen fuerte, probablemente sus aparejos duerman un poco más en el fondo de la bolsa plástica donde los guardó la noche anterior. “No salgo si llueve, si hay tormenta o si el mar está bravo”, advierte.
Si el sonido del mar es suave, casi arrullador, esta morena se enfunda su uniforme de trabajo y se enrumba hacia la arena cuando aún los gallos de su patio ni siquiera se han desperezado para lanzar sus primeros cantos.
Tiene suerte de vivir a escasos 200 metros de la playa. Ileana, su colega de pesca y amiga de toda la vida, vive a más de una hora a pie desde el mar.
Esa larga caminata hasta la playa la emprende todos los días, sin importar si hay sol o llueve. Así lo ha hecho desde hace 37 años, cuando empezó a pescar para dar de comer a sus seis hijos varones. Hoy, con los muchachos ya crecidos y criados a punta de róbalo, corvina y mariscos, ella continúa pescando para su consumo personal.
Ana Vásquez e Ileana Cruz son como uña y carne. Se criaron desde pequeñas y hoy, a sus 52 años de edad, son las únicas dos pescadoras artesanales de playa Potrero, una comunidad agrícola, pesquera y, más recientemente, dedicada al turismo, al igual que muchas en Guanacaste.
Hombres y mujeres las molestan. “Nos dicen que este es un trabajo de machos. Al hombre que vive conmigo le avergüenza que yo salga a trabajar, pero yo le digo que el día en que él deje la cantina yo dejaré de pescar. Aquí sigo”, afirma Ana, al tiempo que lanza la cuerda al mar con un camarón de río como carnada.
En Potrero no hay confusión cuando se pregunta por ellas, pues son personajes bien reconocidos entre la vecindad.
Ambas comparten la pobreza. “No tenemos para comprar bote, gasolina y trasmallo. Nos metemos hasta la cintura, con la carnada entre la blusa, a pescar róbalos, pargos, corvinas, macarelas...”, cuenta Ana mientras ojea la entrada de mar en la bahía.
Es miércoles y, para suerte de las dos pescadoras, no amaneció lloviendo como en días anteriores. Rondando las cinco de la madrugada, el cielo estaba despejado y las estrellas colgaban mientras el mar sonaba quedito.
Ana llegó a las cinco en punto a la orilla del mar. Un tacotal embarrialado separa su casa de la playa. Ileana llegó media hora después con sus perros Mickey y Rocky, sus compañeros. Nunca la dejan sola y ese día lo único que les faltó fue meterse al mar a pescar con su dueña.
Ese miércoles, tuvieron la suerte de pasar acompañadas por el sol durante las primeras horas de la mañana.
La de ambas ha sido una vida de trabajo. Solo fueron a la escuela de Potrero, donde se conocieron. ¿El colegio? ¡Un sueño!
“Papá, yo quiero pescar. Papá, lléveme al mar”, le gritaba Ana a don Tomás, y se le guindaba de la camisa cuando lo veía alistándose para salir a la playa.
Tanto le insistió la chiquilla, que a los 11 años, su papá empezó a enseñarle el arte de tirar la cuerda. En aquel entonces, don Tomás era un pobre más del pueblo de ‘Puerto Potrero’, como se le conocía antes de que llegaran los turistas. El pescador no tenía ni lancha ni gasolina; ni siquiera un par de remos para adentrarse en el mar.
Fue así como Ana aprendió a lanzar la cuerda con el agua de mar a media cintura, 41 años atrás.
Su amiga de escuela la vio y quiso imitarla. A escondidas de su papá, Ileana se entrenó en el arte de tirar la cuerda y la atarraya cargada con los plomos.
Un día de tantos, ya con experiencia, Ileana ideó una mejor forma de cargar la carnada: se la amarraba a la cintura con una cuerda.
Ana la imitó. En esas estaba un día cuando sintió pequeños jalones en la blusa. “¡Va a creer usted que un tiburoncillo me estaba jalando la carnada! Más vale que fue al camarón y que no me metió un mordisco en la nalga. Yo salí en carrera, entre las olas, pegando gritos del susto”, contó.
En todos estos años, las rayas (mantarrayas) las han atacado varias veces. “Cuando hay mucha sardinas se acercan las condenillas. No se ven porque están asentaditas en la arena hasta que uno las aplasta y le meten el arpón.
“El dolor solo se quita con un poco de agua hirviendo. Después del parto, este es uno de los dolores más terribles que se puedan sufrir”, reconoció Ileana.
¡Vaya que tiene experiencia! Ha parido y criado sola a seis hijos varones. “A todos los he alimentado a punta de mariscos. En casa no comemos arroz y frijoles, solo pescado. Yo no puedo volver al rancho si no hay comida”, confesó sin pena, porque no le da vergüenza ser pobre.
Su rancho es muy humilde, hecho de latón y queda a unos 150 metros del cementerio de Potrero. Es más sencillo que el de su amiga, y ya eso son palabras mayores. Ana vive en una casa de
Ana tenía 13 años cuando murió su papá. Ella estaba en el salón Las Brisas vendiendo comida. Él estaba en el mar, quemando triquitraques para alborotar a los peces.
“En eso, sonó un bullón, igual al que suena cuando se revientan bombetas. Llegaron varios muchachos gritando que había un muerto en la playa. Yo solo acaté a pensar ‘¡papá!’.
“Cuando llegué, estaba sentado en la arena, sin sus dos brazos. Las bombas le reventaron en las manos antes de que pudiera tirarlas al mar. Quince días después, murió en el hospital”, contó, mientras unos peces roncadores se burlaban de ella robándole la carnada.
El mar las mueve suavemente. Sabe que estas pescadoras son sus amigas y necesitan de él. De vez en cuando, una ola intenta revolcarlas, pero ambas saben cómo evadir la violencia de las aguas. “Usted no más se agacha y la ola le pasa por encima”, aconsejó Ileana. A su amiga le resulta más brincárselas. Ileana no se anima porque, a su edad, no sabe nadar y no cree que aprenderá.
El mar les ha enseñado mucho. “Me ayuda a relajarme. Cuando mamá murió, yo entré en una depresión y no salía de casa. Fue cuando me dije: ‘No más, Ana; no más!’ Y agarré mis chunches y me vine para la playa. El mar me tranquilizó”.
Ileana se liberó del estrictísimo estilo de crianza de su papá. Ella quedó huérfana de madre hace más de 40 años, y al ser la única mujer de dos hijos tuvo que aguantar los celos de su progenitor. “Mamá tuvo cinco hijos. Tres murieron. El quinto se la llevó con él”, contó mientras seguía con su interminable rito mañanero de lanzar la cuerda.
Ese miércoles no hubo suerte con la pesca. Lo más que picó fue un par de peces roncadores bien pequeños. Otro día, quizá, Mickey y Rocky los hubieran aprovechado como merienda. Ese no.
Por más carnada que fueron a pescar con la atarraya en una laguna de un potrero cercano, los peces no picaron. “Los trasmallos que están lanzando allá –y señaló con la mano unas islas lejanas, las Catalinas– nos están dejando sin peces. Solo los que logran escaparse llegan a la playa”, comentó Ana.
Su colega de pesca va más allá. “Antes, podíamos ir hasta Flamingo a agarrar ostiones. La última vez que fui, me salió un gringo y dio una gritada. Yo le dije que el sitio era público, pero después ya no pudimos entrar porque todo lo cercó. Dicen que les afeamos la vista”.
Potrero se llenó de casas y de desarrollos hoteleros. En muchos lugares ya ni siquiera se puede caminar por la playa.
“Aquello parece San José, de tantas luces”, cuenta Ana, mientras señala la zona de Brasilito, Conchal y Flamingo, todavía iluminadas por las luces de los grandes desarrollos. La iluminación se ha vuelto más despampanante con la nueva marina que ha anclado en sus playas.
¡Qué va! Potrero ya no es el mismo. Primero, ya no se llama ‘Puerto Potrero’. Le buscaron un nombre más mercadeable entre los visitantes, sobre todo los extranjeros; ‘Playa Potrero’ se vende más.
Hoy, las calles son más transitadas y han llegado personas que le han cambiado el rostro al poblado. Dice Ana que a su hermano lo mataron cuando volvía a su casa. Un colombiano. “Es que esto se ha llenado de extranjeros”, agregó. “Mañana (jueves 23 de setiembre) se cumplen cinco años de la balacera”.
Ana tiene dos hijos. Ninguno de los dos se quiere dedicar a la pesca. A Fabián, su nieto de ocho años, le encanta el mar y cuando puede, acompaña a su abuela a rascar almejas y ostiones entre la arena o los riscos de la playa.
Ileana tuvo un poco de más suerte. Dice que sus seis hijos varones le hacen a la pesca. Cuando la temporada es buena, salen junto a ella a echar la cuerda al mar.
Un día de tantos, un enorme pez estuvo a punto de echarla completa al agua. Tuvo que pedir ayuda para jalar la cuerda. Le ayudaron sus hijos y unos vecinos. Tan grande era el animal que lo tuvo que cargar a la espalda: “Cuando llegué a casa, no me comí un solo bocado. ¡Me empaché de solo cargarlo! Mis hijos pasaron días comiéndolo en todas las recetas posibles”.
Ninguna de las dos pesca para vender. Lo hacen para el abastecimiento de su familia. Claro que, una que otra vez, alguien llega a tocarles la puerta a ver qué tienen y les pueden comprar.
“Si yo tengo ahí un pescadillo y es alguien conocido, se lo doy regalado. Si no, le pido que me dé lo que tenga a bien”, reconoce Ana.
Ambas se sienten privilegiadas y no cambiarían por nada el lugar en donde viven y el destino que les dio la vida, por más difícil que este parezca.
Echadas en la arena, raspan con una cáscara de jícara para descubrir almejas grandes, pequeñas y de todos colores. “Mientras más grandes, mejor es la sopa”, dice Ileana riendo.
“Siempre el mar nos da algo”, dice Ana, y su amiga la sigue: “Nunca nos vamos con las manos vacías. Si no es un pez, es una almeja o un ostión. Él nos conoce. Aquí nos quedaremos hasta que la muerte nos separe de estas aguas”.