Si bien la isla San Lucas permanece en el recuerdo colectivo de los costarricenses como una cárcel infernal, unos pocos afirman lo contrario. Es el caso de Cayetano Oconitrillo, quien estuvo allí entre 1983 y 1990, y para quien fue “un verdadero paraíso terrenal”.
“Si pudiera escoger un sitio para pasar los últimos días de mi vida, sería ese. Dios sabe que es cierto”, afirma, y se apresura a explicar sus razones.
Compartió su estadía de casi ocho años con 300 reos más, pero su vida nunca corrió peligro, salvo por una que otra escaramuza con un recluso apodado Restregón.
“Es verdad que en San Lucas mataron a varios presos, pero no tantos como dice la gente; han exagerado las cosas. Eso de que violaban a los recién llegados tampoco es cierto. Lo que sí es un hecho es que había hombres a los que les gustaba andar con otros hombres”, sostiene.
Cuando llegó, San Lucas dependía de una serie de viejas máquinas para el abastecimiento de agua y electricidad. A falta de mecánicos, a veces estas quedaban fuera de servicio y su reparación tenía un alto costo para las autoridades penitenciarias.
Esos problemas pasaron a la historia con Oconitrillo, a quien destacaron en un sector de la isla llamado La Planta. “Fueron los mejores años de mis casi 40 tras las rejas”, opina. “Tenía un rancho para mí solo, cama, comida y una cocinita de leña en la que hacía café a las 6 de la mañana. La playa y el mar eran solo míos; me tenían en el paraíso”, repite emocionado.
A cambio de que cumpliera con su deber de reparar los motores que fallaran, podía desplazarse libremente sin permisos especiales, como sus otros compañeros convictos.
Tenía a dos reclusos como ayudantes personales y conducía un viejo Jeep que antes reparó y era propiedad del director del penal.
Impensable era para Cayetano considerar escaparse... ¿Para qué, si comía pescado todos los días, y también carne de res, arroz y frijoles, todo bien cocinado, sin piedras ni cucharachas como en la Peni? . Yo era feliz”, reitera. Sí fue testigo de muchas fugas; sin embargo, nunca delató a nadie, y aún hoy, prefiere guardarse nombres e identidades para “no hacer daño”.
“Algunos reos tenían muchas presiones de su familia o de sus queridas; yo no tenía esos problemas. Entonces escondían galones de plástico, de los usados para combustible, y un buen día desaparecían, porque los usaban para flotar”, describe.
Claro que no todos lograban su cometido. De muchos, vio Oconitrillo los restos en la playa, pues terminaron devorados por los tiburones.
“Aparecían piernas, brazos, cabezas, troncos... era el riesgo que todos conocíamos”.
Lo que, según este veterano presidiario, las autoridades nunca supieron, fue que algunos boteros puntarenenses –entre ellos exconvictos– llegaban en la madrugada para llevarse a los reos que estuvieran dispuestos a pagar el precio de su libertad.
“En ese caso, solo tenían que nadar como 100 metros. Uno se enteraba en la mañana, cuando pasaban lista y faltaban algunos. No voy a decir sus nombres porque no soy sapo, menos ahora, tan viejillo”.
Los castigos por intento de fuga eran brutales. “Les daban palo hasta dejarlos inconscientes. Después, los encerraban en un calabozo junto al muelle, donde se metía el mar y con él cangrejos que los picaban sin misericordia. Luego los metían en el disco, una celda pequeña y sin ventanas, a llevar sol y frío durante tres meses. Algunos se morían allí, pero no se podía hacer nada por ellos”, cuenta.
Tampoco olvida el tiempo en el que las autoridades penitenciarias permitían la llegada de las llamadas “damas de Puntarenas”. Se trataba de 15 prostitutas que, según él, le ofrecían sus servicios a los 300 reos, a veces hasta por una semana completa “para poder cumplir con todos'”.
“Cobraban tres pesos y eran lindas las condenadas. Solo las conocí por sus apodos; las dos que me llevaban a mí hasta La Planta eran Cara de León y La Piterra” , precisa.
Los años “pasaron volando” hasta que se corrió la noticia de que aquel territorio insular convertido en prisión tenía sus días contados. Hubo motines, huelgas de hambre, protestas y presidiarios encolerizados, pero nada sirvió.
“Nos sacaron prácticamente a la fuerza y nos enviaron a diversas cárceles del país”, cuenta Oconitrillo, quien continuó su peregrinaje por seis prisiones más.
Ahora, opina, la comida es regular y nadie lo molesta, de modo que vive en paz, aunque nunca deja de añorar aquella isla donde el encierro tenía aroma a mar y a libertad.