Christoph Willibald Ritter von Gluck es un caso sorprendente en la historia de la ópera. Intrínsecamente es reconocido como un revolucionario, al que se endosan calificativos tan variados como e l Ecléctico , el Caballero de la Nueva Época , el Michelangelo de la Ópera , el gran restaurador de la concepción barroca de la ópera y hasta el de “adversario perenne de la ópera italiana.”
Todos los anteriores accesorios calificantes son ciertos' y no lo son. La mención de Henri-Louis de La Grange acerca del compositor austríaco-bohemio –cuya lengua materna era eslava y no germánica– es la de un Robespierre de la Música Vienesa , sobre la que ejerció la misma trascendencia que pudieron haber tenido, muchos años más tarde, Franz Schubert o Johann Strauss (hijo).
Entre las sombras de lo dialéctico. Podríamos afirmar, con relativa validez, que Christoph Willibald von Gluck es el compositor de las antinomias. En la historia de la música, y particularmente de la ópera, se lo sitúa frecuentemente en un ángulo de 180 grados con relación a algún otro creador en concreto.
De tal suerte, se lo opone a Haendel, Salieri (su discípulo), Mozart, Piccini, Rameau y Lully. Es, pues, un permanente contestatario de algo, de alguien o de algunos. ¡Extraño fatum el de este genio, a quien la crítica de la historia no asigna un lugar propio, sino las frías antípodas de otro compositor!
Al menos en la tradicional dialéctica que lo enfrenta a Niccolò Piccini en la llamada Querella de los bufones , Christoph Willibald von Gluck es un radical: adversa todo aquello que es corrupción del género, todos los excesos a los que han sido aficionados muchos compositores italianos, en una polémica que seguirá enfrentando a Rossini con Berlioz, o a Verdi contra Wagner, hasta muy avanzado el siglo XIX.
¿Quién fue, en definitiva, el compositor austríaco? Fue un detractor del exceso, un adalid de la seriedad en el género, tesitura bajo la cual sigue ubicándoselo, a despecho de su originalidad, acaso el rasgo que mejor lo distinguió.
Las deudas no pagadas. Si las deudas en la música se pagasen, o al menos se registraran en una cartera crediticia, Gluck tendría más de un haber en las cuentas por cobrar. Le son deudores en forma directa Haydn, Mozart y Beethoven, pero también lo son Berlioz y Wagner por interpósita persona.
Hablando de géneros nacionales, tanto las escuelas italiana y germánica como la francesa en particular deben al maestro la consolidación de un estilo, o bien de un freno con relación a los excesos de lo ya establecido y un retorno a su identidad. La ópera francesa –Gounod y Berlioz en lo particular– heredó del maestro austríaco ese impertérrito propósito de consolidación de un estilo personalizado de ópera seria, alejado de la comedie y del vaudeville .
Gluck poseyó el acierto de moverse simultáneamente en dos frentes, ambos opuestos a la tradición italiana: renovó un estilo particular de la ópera francesa (incluida la obligación del texto en idioma galo) y la inclusión de un género nacional austríaco que sería aplicado por Mozart en algunas de sus óperas, ajenas al Singspiel .
Ejemplo de tal dualidad es el hecho de que algunas de sus más celebradas obras – Alceste , Iphigénie en Tauride y Orphée et Euridice – ostentan sendas versiones en italiano y en francés, puntualmente revisadas por el compositor para garantizar su principio de unidad.
Como dato curioso relativo al Orfeo , el compositor admitió dos versiones principales que varían en la tonalidad y tessitura del personaje principal: la versión vienesa aparece escrita para castrato , mien-tras que la parisiense lo es para tenor o, en todo caso, para un haute-contre .
Existe una tercera, de 1859, producto de una expresa solicitud de Pauline Viardot (García-Viardot), que fue arreglada por Berlioz para la Ópera de París, en la cual el Orphée es interpretado por una mezzosoprano.
Una vez resuelta la controversia entre piccinnistas y gluckistas, la versión francesa de Iphigénie en Tauride se inspiró directamente en Eurípides y fue interpretada, por más de cuatrocientas veces, en la Real Academia de Música.
En 1781, en vida del compositor, se estrenó una versión en alemán y, a partir de 1783, se siguió interpretando en italiano. La más famosa reposición ocurrió solo en 1959, bajo régie de Luchino Visconti, y contó con la participación de María Callas en el papel principal. La hierática figura de la diva griega, encar-nación de sus antepasados, deambula aún entre sombras por el escenario del Teatro alla Scala .
Otro tanto ocurrió con Alceste , que también presenta versiones en italiano y francés. Para muchos críticos, esta podría ser la ópera de mayor refinamiento y calidad de Gluck, a la par que habría generado la consolidación de un estilo propio para la ópera francesa.
El genio de Visconti la instaló también sobre el escenario scaligero hacia 1954, y contó asimismo con el concurso de la divina Callas .
La inmortal griega deslumbró al público milanés con una interpretación rigurosa y sobria, perpetuada en el Museo del Teatro con hermosas fotografías que muestran a la diva bajo un cielo tempestuosamente azulado, circundada de una columnata dórica que la resguarda de la ira de los dioses y de la venganza de Thanatos .
Prima la musica, poi le parole' Una de las más simpáticas dialécticas de la ópera, precisamente el tema que ha enfrentado históricamente a Mozart y a Gluck, sirve de punto de partida al desarrollo de Capriccio , la última y genial ópera de Richard Strauss, compuesta en 1941, a sus ochenta y tantos años.
¿Qué elemento debe ser preeminente: la letra o la música? Tal es una reflexión que anticipa el desarrollo de la obra y que sirve de marco para la ópera divertimento de Antonio Salieri, quien fue discípulo de Gluck.
Fiel a los principios expuestos, Christoph Willibald von Gluck plasmó en el pentagrama solamente las obras cuyo libreto había superado un escrupuloso examen de su parte. La historia le dio la razón puesto que sus mejores óperas respondieron estrictamente a la calidad de los libretos premiados por su escogencia.
Ranieri di Calzabigi –controversial personaje en el que se entremezclan la fantasía, la pasión, la calidad literaria y un particular carácter aventurero– fue el respon-sable de elaborar los libretos de las que fueron sus mejores óperas: Orfeo ed Euridice , Alceste y la incomprendida Paride ed Elena .
A la larga, lo que a Gluck más atrajo del livornés Calzabigi fue el hecho de que este hubiese preconizado la necesidad de una unidad absoluta entre música y poesía, de conformidad con los deseos de Pietro Metastasio, cuyas obras completas había editado y publicado.
Del reino de las sombras al mundo de los vivos. Si examinamos la conocida aria de Paride ed Elena , denominada O del mio dolce ardor , advertimos fácilmente el singular acomodo de las palabras a la música, el ritmo silente de los espacios vocales, la identidad perfecta de la melodía y de la palabra, en un conjunto que –al mejor decir de Rafael Alberti– expresaríamos diciendo con el poeta: ¡El ritmo, mar, el ritmo! ... ¡el verso, el verso!
Gluck es la gran figura que liga el Barroco con el Clasicismo; el cono de sombra que –a semejanza del Scartaris en la novela de Verne– nos muestra una estrecha senda para cuantos queramos seguirlo –con tiquete prepago de retorno– en la ruta de Orfeo hacia los Infiernos. Como enseñó el también poeta Christoph Wieland, su estela se resume en un sencillo reconocimiento, casi a manera de epitafio: “He aquí que hemos llegado a la época en la que la música recupera sus derechos. Gracias, pues, al genio poderoso que restauró su reinado”.