“Si un día los estadounidenses nos sitian, quiero que me mates con esta arma”. Y Osama bin-Laden sacó de su túnica una pistola que entregó a su guardaespaldas. “Confío en que Alá nunca lo quiera, pero si algún día el enemigo nos rodea, prefiero que me incrusten dos balas en la cabeza antes que caer preso”.
Meses antes de los atentados del 11 de setiembre del 2001 que derribaron las Torres Gemelas de Nueva York, el máximo jefe de la organización terrorista Al Qaeda preveía que algún día la CIA o el Pentágono irían por él a las montañas de Afganistán.
El hombre en el que bin-Laden confiaba para que le disparara antes de que cayerae preso se llama Nasser al Bahri, apodado
Bahri, de 38 años, vive ahora en Sanaa (Yemen), está casado y es padre de cinco hijos. Trabaja en una empresa privada que intenta mejorar la formación de los funcionarios. “Llevo una vida normal, si no fuera porque he recibido amenazas de Al Qaeda por haberlos traicionado”, explica por teléfono, a través de un intérprete. El exguardaespaldas acaba de publicar un libro sobre el terrorista al que protegió. Escribió
Bahri “es más importante que cualquiera de los presos que transferimos a Guantánamo porque tenía un acceso directo a bin-Laden”, declaró, tras dejar el cargo, Michael Scheuer, exresponsable de la Alec Station, la unidad de la CIA encargada de capturar a bin-Laden. Fue desmantelada en el 2005.
Bahri era demasiado joven para incorporarse, en los años 80, a la lucha en Afganistán contra la URSS, pero en el 1993 sí llegó a tiempo para combatir en Bosnia con sus correligionarios musulmanes contra los serbios. Llegó justo antes de que se firmaran los acuerdos de Dayton que pusieron fin a la contienda. “Después me fui a Somalia, a Tayikistán y, en 1996, a Afganistán”.
Conoció al que iba a ser su jefe en la provincia de Kandahar. “En aquel momento tuve la impresión de estar ante un hombre excepcional, con un ideal y principios a los que seguía”, prosigue Bahri. “Además, incluso en situaciones complicadas o con interlocutores difíciles, no perdía nunca la calma; predicaba la unidad de los musulmanes frente al enemigo común”.
Para mejorar su formación militar, Bahri fue enviado a un campamento cerca de Khost. Allí era uno más entre los jóvenes árabes que se entrenaban en el manejo de las armas hasta que bin-Laden se fijó en él. “Visitó el lugar”, recuerda. “Hubo un altercado y un hombre se dejó llevar por la ira contra él. Parecía amenazarlo. Le desarmé en un instante”.
El líder de Al Qaeda lo reclutó entonces como guardaespaldas. “Cada vez que se desplazaba decía: Abu Jandal debe venir con nosotros”, afirma Bahri. “Además de mis cualidades como escolta, creo que le gustaba mi personalidad. Decía que era transparente, que no trataba de esconderle nada”. “Es verdad que siempre fui honesto con él”.
Con apenas 25 años, Bahri empezó a codearse con la cúpula de la organización terrorista, en la que no tenía ningún poder. “Carecía de cualquier información sobre las operaciones terroristas”, asegura. “Un comité militar se encargaba de planificarlas”. Un año antes del
“Los vi jugar pacíficamente PlayStation en una casa de huéspedes de Al Qaeda en Pakistán”, recuerda. “Más tarde los reconocí por sus fotos en la prensa”. El
“Mi papel consistía en proteger a bin-Laden, sobre todo cuando se desplazaba”, prosigue Bahri. Y por desempeñar bien esa tarea, gozaba del gran aprecio de su jefe. Prueba de ello es que cuando el guardaespaldas fue herido de bala en una pierna en 1998, durante una batalla contra los hombres del comandante Ahmed Shah Massud, fue el propio bin-Laden quien se tomó a veces la molestia de llevarle la comida o cambiarle las vendas.
La misión del guardaespaldas abarcaba incluso la vida privada de bin-Laden. “Me encargó en el 2000 que viajara a Yemen para pagar la dote a Asmaa, la que iba a ser su cuarta esposa”, asegura Bahri. “Ascendió a $5.000 junto con los billetes de avión para que ella y sus familiares volaran a Afganistán”. Cuando llegó allí, las demás mujeres del jefe terrorista “se molestaron al descubrir que la prometida era una yemení de solo 17 años”.
Antes de que apareciera Asmaa, las mujeres de bin-Laden ya andaban inquietas. La primera, Najwa, una siria atractiva pero inculta, tenía celos de la segunda, una saudí algo mayor y más erudita con quien su marido solía departir de teología islámica. Todas sabían manejar un fusil de asalto Kálashnikov por si se veían obligadas a usarlo.
Najwa, la esposa siria que se casó con 16 años, publicó el año pasado, junto con su hijo Omar, un libro (
Este recuerda, no obstante, que bin-Laden amenazaba con azotar, por su mal comportamiento, a los nueve hijos que convivían con él. A ojos de su prole, era un avaro.
“Mi fortuna no es para ustedes, sino que pertenece al islam”, les contestaba cuando le pedían dinero. “No van a heredar ni un céntimo”.
El islam o, mejor dicho, su profeta Mahoma eran también invocados cuando los aprendices de terroristas que se entrenaban en los campamentos se quejaban por algo.
De bin-Laden, su excustodio da la imagen de un “moderado”, si se le compara con su lugarteniente “el integrista Ayman Zawahiri”. Lo describe también como un hombre relativamente culto, que cita, por ejemplo, frases de las memorias del mariscal de campo británico Bernard Law Montgomery y del presidente francés Charles de Gaulle. Seguía la actualidad internacional a través de una revista de prensa que le enviaban desde Pakistán con artículos traducidos al árabe. Lo apasionan además las carreras de caballos, jugaba al futbol de delantero centro y también al voleibol.
Bahri dice que discrepó de su jefe en el 1998, tras los atentados contra las embajadas de Estados Unidos en Nairobi y Dar es Salam, que causaron 263 muertos, muchos de ellos musulmanes inocentes. “Me contestó de la siguiente manera: ‘¿Crees que los americanos tuvieron en consideración los daños colaterales cuando soltaron la bomba atómica sobre Hiroshima y Nagasaki?’”, relata Bahri.
Tres años después, cuando se produjeron los atentados de Washington y Nueva York, él ya no estaba en Afganistán. Rompió con su jefe tras un viaje a Somalia. “Osama me mandó allí para averiguar si podíamos utilizar un aeropuerto para enviar a combatientes y reforzar la lucha”, recuerda. “Cuando regresé, me criticó por haber sido poco discreto y no escuchó mi versión”.
Aun así, Bahri sabe, a través de sus excompañeros de armas, cómo vivió el jefe terrorista aquella jornada histórica del
El exescolta estaba entonces encarcelado en Yemen y sometido a un severo régimen de aislamiento. Había regresado allí con su esposa yemení en el 2000, poco antes de la voladura del buque de guerra estadounidense
Días después del
Después Bahri se sometió a un programa de rehabilitación religiosa dirigido por el magistrado yemení Hamoud al Hitar. “Él dice que cambió nuestra forma de pensar, pero no lo hizo”, asevera. “Yo hice mi propia evolución”. “Ahora sé que puedo vivir mi fe de otra manera”. “Lamento haber pertenecido a Al Qaeda”. Su acto de contrición al teléfono no tiene límites: “Pude haber matado a bin-Laden. Pensé en hacerlo en una ocasión. Si lo hubiera hecho, habríamos evitado tantos muertos”, afirma.
Pero su arrepentimiento no convence del todo. Las autoridades francesas le han denegado la visa para poder presentar su libro en París. “Vamos a intentar en Suiza”, se consuela el periodista Georges Malbrunot.
¿Cree que bin-Laden está vivo? “Sí”, responde Bahri sin titubear. “Si no lo estuviera, las webs yihadistas lo acabarían contando de una manera u otra. No se puede sepultar una noticia así”. “Está protegido por las tribus del Waziristán (noreste de Pakistán). Su sometimiento a bin-Laden obedece a razones religiosas, pero tampoco olvidan las casas y las carreteras que él les construyó hace ya más de veinte años”.