Felicito a Alejandro Jenkins por vivificar el siempre necesario debate ontológico, tan a menudo enterrado por la frivolidad – santo y seña de nuestra precaria modernidad –, en su excelente artículo “ Pesimismo y cultura ” (LaNación, 18/01/12).
La defensa del pesimismo como trasunto de creatividad es especialmente relevante en un mundo que se declara avanzado y que, sin embargo, jadea atenazado por supersticiones más que medievales (entre las que brilla por derecho propio la obsesión idiotizante de aparentar un estado de euforia crónica, so pena de destierro anímico si se discrepa; Gustave Flaubert fue muy elocuente: “Ser estúpido, egoísta y estar bien de salud, he aquí los tres requisitos para ser feliz; pero si os falta el primero, estáis perdidos”).
Melancolía y cultura.
Eric G. Wilson, en su libro de provocador título “Contra la felicidad” (ed. Taurus, 2008), asevera que melancolía y cultura van de la mano; a modo ilustrativo, tres grandes de la música, la pintura y la literatura sufrían asimismo de grandes depresiones: Beethoven – que compuso la sublime Novena Sinfonía completamente sordo–, Francisco de Goya – tildado de endemoniado en los mentideros de la corte mientras realizaba la impresionante serie “Pinturas negras”– y Emily Dickinson –recluida entre las cuatro paredes de su habitación y paradigma de libertad– apuraron hasta las heces el cáliz de tribulaciones íntimas que ellos supieron canalizar –¡y cómo!– artísticamente.
Retrotrayéndonos en el tiempo más de dos mil trescientos años, Aristóteles apunta en la misma dirección (véase “El hombre de genio y la melancolía”, ed. Acantilado, 2007): recurriendo a héroes de la mitología griega como Belerofonte, Heracles o Áyax, y a personajes históricos como Platón, Sócrates o Empédocles, sometidos todos a grandes pruebas, razona semiológicamente la predominancia de la bilis negra – entre los cuatro humores hipocráticos– en esos seres insignes, visualizando la melancolía no como enfermedad, sino como atributo del carácter con el que hay que aprender a vivir (deberían tomar buena nota los psiquiatras, expertos en medicar a diestro y siniestro, dando palos de ciego en contraste con la sabiduría de la Antiguedad).
No se trata, ni mucho menos, de ser agorero ni de hacer apología del derrotismo, sino de reconocer con naturalidad la parte oscura que nos habita para que, tomando conciencia de ella –no negándola ni evadiéndola– catalice nuestros recursos hacia excelencias imposibles sin su concurso; además, semejante conciencia tiene la virtud de hermanarnos en una lección de humildad fundamental: somos seres frágiles, capaces de lo mejor y de lo peor, y, por lo tanto, no resultamos tan originales. El comediógrafo Terencio, nacido como esclavo romano en el siglo II a. C. y posteriormente manumiso por su talento, lo expresó lúcidamente: “Nada de lo humano me es ajeno”.
Retomando la discusión primigenia suscitada por Jenkins en este medio, ¿es mejor nacer o no haber nacido?, me gustaría recoger el guante lanzado por David Benatar con otro interrogante: ¿y si la cuestión matriz no fuese la inconveniencia de nacer, ni la de preguntárselo, sino la de aventurar una respuesta condenada per se a la incomplitud? El manido ser o no ser, tan efectista sobre las tablas, adquiere verdaderos tintes dramáticos si se plantea filosóficamente desde el patio de butacas, abocados a un abismo sin fondo donde –faltos de asideros– lo único que podemos hacer es caer y caer. El vacío, que a todos prohíja, es una bestia parecida al dios Saturno: nos devora para reinar.
Según el crítico literario Carlos Bousoño, “la vida es una historia maravillosa que siempre termina mal” (la muerte se empeña en interrumpirla), pero eso intensifica aún más cada capítulo de esa historia cuyo argumento redactamos a diario.
Si bien Segismundo, príncipe en “La vida es sueño” de Calderón de la Barca declara en calidad de prisionero que “el delito mayor del hombre es haber nacido” (acto primero), más tarde, redimido, cambia de parecer pregonando “gocemos, pues, la ocasión, el amor las leyes rompa” (acto tercero), entendidas estas leyes como las de la fatalidad y el absurdo. Así, el amor – la compasión– es lo único que puede conjurar la angustia de haber nacido.
El perspicaz proverbio judío “el hombre piensa, Dios ríe” supone un simpático tirón de orejas a nuestra inveterada tendencia a sentar cátedra sobre lo que nos excede y que, en otro plano – por fortuna para nuestra pequeñez– resulta cómica. La paradoja nos define: como sostiene San Pablo, “cuando soy débil, entonces soy fuerte” (II Cor, 12-10).
Las primeras imágenes del Universo –rondando los 13.700 millones de años– datan de apenas un par de décadas, y, a pesar de que la ciencia espacial está en mantillas, la rotunda belleza de galaxias (Sombrero, Quinteto de Stephan, Andrómeda) y nebulosas (Águila, Cangrejo, Ojo de Gato), captadas por el Telescopio orbital Hubble, remite a una mística extática donde cualquier controversia teológica está de más: no solo atestiguamos el prodigio de la inmensidad, sino la excepcional anomalía de la vida en el cosmos. Somos una perfecta rareza a celebrar.
Primero vivir. Es por eso que el adagio latino Primum vivere, deinde philosophari (“primero vivir, después filosofar”) cobra especial significado en tanto que eficaz revulsivo contra enredos existenciales que se achican enfrentados a la urgencia prosaica y fascinante de vivir. Irène Némirovsky, extraordinaria escritora deportada a Auschwitz que conoció en carne propia la zozobra de la persecución mientras radiografiaba en su obra maestra, “Suite francesa”, las miserias y las grandezas de nuestra condición, afirma por boca de uno de sus personajes: “Me consuela la certeza de mi libertad interior ('). Lo primero es vivir. Día a día. Vivir, esperar, confiar”.