PARÍS – Independientemente de los titulares, del embarazo de los Gobiernos y del golpe asestado al secretismo de la correspondencia diplomática, la revelación por WikiLeaks de los cables diplomáticos de los Estados Unidos ofrece una cruda ilustración de lo profundamente alterada que ha quedado la esencia del poder en nuestra era de la información.
Desde su comienzo, el Estado ha sido la principal sede del poder; el acceso al poder solía significar el control del Estado, ya fuera mediante elecciones o mediante su usurpación por la violencia. Ese modelo, dentro del cual las personas son súbditos o, en el mejor de los casos, contribuyentes y votantes, se está viendo socavado por varias tendencias recientes que han brindado poder al individuo.
Pensemos en la Internet, la red de nodos conectados inventada en el decenio de 1960, en el momento culminante de la Guerra Fría, para preservar a los Estados Unidos del caos total después de un ataque nuclear a sus centros neurálgicos. Estaba concebido deliberadamente sin jerarquía ni núcleo ni autoridad central, si bien pocos entonces podían haber sospechado a dónde conduciría, gracias a los numerosos avances de la revolución digital, la tendencia –inherente a Internet– al poder descentralizado.
Ha propiciado una segunda tendencia: una metamorfosis del proceso de producción. La información ha llegado a ser mucho más que un mensaje transmitido mediante tecnología; ahora es la materia prima de economías avanzadas con gran densidad de servicios y la unidad básica de las organizaciones productivas y sociales modernas.
La tercera tendencia es el margen que ha brindado para la actuación individual y colectiva. En La condición humana, la filósofa Hannah Arendt vinculó la política con la capacidad humana no simplemente para actuar, sino también para hacerlo “concertadamente”. Si bien el de actuación concertada es un concepto con el que estamos familiarizados, solía ir encaminado principalmente a influir en el Estado, como lo ejemplificó la forma en que la sociedad civil provocó la retirada de los Estados Unidos del Vietnam.
Las finanzas mundiales han figurado entre los beneficiarios más entusiastas de esas tendencias, al recurrir a las redes de Internet no sólo como instrumento para realizar operaciones con mayor eficiencia y velocidad, sino también como medio de eludir la supervisión estatal. Las grandes empresas se han centrado en la conectividad para mundializar sus mercados, la investigación e innovación, la domiciliación tributaria y la dirección, con lo que han transformado enteramente sus relaciones con los Estados, ya fuera en su país de origen o en otros.
En septiembre de 1992, George Soros necesitó $10.000 millones para poner de rodillas al Banco de Inglaterra e imponer la devaluación de la libra. Ahora basta con una computadora y la conexión a Internet para crear graves problemas: la intrusión de
Si bien los ataques terroristas del 11 de septiembre de 2001 –los más sangrientos de todos los tiempos– nada tuvieron de "virtuales", su perpetrador, Al Qaeda, proyecta una nube de amenazas y poder recurriendo al ciberespacio para promover sus sangrientos “éxitos”, propagar odio y reclutar yijadistas.
Naturalmente, el acceso a un mundo conectado en red ha equilibrado también el poder estatal de formas positivas, al dar un impulso formidable a la difusión independiente, como se vio con la campaña en línea en pro de la prohibición de las minas terrestres y el tratado que ratificó su éxito, pese a la oposición de Estados poderosos. Muchas organizaciones similares han prosperado y han conseguido la capacidad de influir en los resultados políticos y en las políticas públicas.
Pero no hay un lugar en el que la capacidad transformadora de la conectividad sea potencialmente mayor que en China, con sus 420 millones de usuarios de Internet, según las informaciones de que se dispone. Por mucho que se empeñen las autoridades de China en mantener la Internet bajo control –por ejemplo, bloqueando los sitios web extranjeros–, saben también lo mucho que su economía la necesita.
A consecuencia de ello, el margen para la “actuación concertada” nunca ha sido tan amplio con vistas a que los chinos tengan acceso individualmente a la información no censurada, compartan opiniones y se comuniquen a escala de todo el país para revelar desmanes oficiales. El galardonado con el premio Nobel de la Paz, Liu Xiaobo, fue encarcelado por distribuir en Internet su propuesta de una constitución verdaderamente democrática, la Carta 08, que en tan solamente 24 horas recogió 10.000 firmas en línea.
Al fin y al cabo, lo único que ha hecho falta para desafiar a la mayor potencia del mundo ha sido un analista del servicio de inteligencia del ejército de los Estados Unidos descontento, cierto conocimiento de los métodos de los
En el momento en que fue nombrada directora de Planificación de Políticas en el Departamento de Estado de los EE. UU., Anne-Marie Slaughter, respetada especialista en asuntos internacionales, anunció audazmente el advenimiento de un mundo conectado en red. “La guerra, la diplomacia, las empresas, los medios de comunicación, la sociedad (...) están conectados en red”, escribió en enero de 2009 en Foreign Affairs, y “en este mundo, el grado de poder estriba en la capacidad de conexión”. Por tener el mayor potencial de conectividad, los Estados Unidos llevan ventaja en un “siglo conectado en red”.
Ese impulso es el que movió a la secretaria de Estado de los EE.UU., Hillary Clinton, a proclamar en enero de 2010 la “libertad de conexión” como el equivalente cibernético de las libertades de reunión o de expresión, que nos son más familiares. Naturalmente, esas tecnologías no son –añadió Clinton– una bendición absoluta y se puede utilizarlas para fines más turbios, pero en su lista de posibles abusos del mundo conectado no figuraba nada parecido a la tormenta de WikiLeaks.
Si se evalúa aisladamente, y no como parte de un panorama más amplio, esa tormenta no dejará tras sí ni rastro de enseñanza. La más reciente filtración de WikiLeaks demuestra que la transformación del poder por la “revolución digital” podría ser de tanto alcance como el que tuvo la revolución de la imprenta en el siglo XV. En ese juego, en el que nuevos participantes entran por iniciativa propia, la ventaja es para la agilidad y la innovación.
Todo esto significa que la conectividad seguirá siendo un arma de doble filo, pues la influencia que entraña va acompañada de vulnerabilidad, y eso quiere decir que podemos contar con que existen más sorpresas reservadas para los Estados.