Eugène Delacroix se posó sobre su siglo como un águila sobre el peñasco. El más grande pintor francés del romanticismo dotó a sus telas de un movimiento, de una energía de torbellino tales que, cuando los hermanos Lumière –allá en los albores del cinematógrafo– vieron sus primeras concepciones, se dijeron: “Hasta aquí no hemos hecho otra cosa que llegar a Delacroix; ahora es cuando empezaremos a superarlo”.
El poeta Charles Baudelaire, uno de los grandes críticos de arte de su época, lo describe así: “Todo en su obra no es más que desolación, masacres, incendios; todo ofrece testimonio de la eterna e incorregible barbarie del hombre. Las ciudades incendiadas, las víctimas degolladas, las mujeres violadas, los niños tirados bajo los pies de los caballos o bajo el puñal de las madres delirantes, toda esta obra parece un himno terrible compuesto en honor de la fatalidad y del irremediable dolor”, y ¡algo sabía sobre el dolor el autor de Las flores del mal !
Aproximémonos a la obra de Delacroix: cuidado con perder ya que podríamos hundirnos hasta los tobillos en “el lago de sangre de su pintura” (Victor Hugo): ¿están listos?
Hijo de la Revolución. Delacroix viene al mundo en el intersticio entre la Revolución Francesa y las grandes campañas napoleónicas: Europa era una vorágine, la instabilidad política y la violencia marcaban el ritmo de su vida.
Muchos sostienen que Delacroix fue hijo biológico del legendario político Talleyrand, cuyo parecido físico es, en efecto, casi perturbador.
En fricción estética con el equilibrio y el realismo de Ingres y David, Delacroix aprende a pintar de manera autodidacta, pasando en el Museo del Louvre desde la hora de apertura hasta el cierre (a veces se escondía y seguía pintando una vez que el personal de seguridad se había retirado). Sus maestros: Rubens, Velázquez, Rembrandt, Veronese.
Pronto se integra a lo más exquisito de la espiritualidad parisina –no en términos de clase social, sino de talento–: Balzac, Chopin, Sand, Musset, Liszt, Stendhal', el grupo de artistas que se reunía en la mansión de George Sand, en Nohant.
Sus retratos de Chopin y de Sand son más que retratos de personas: el alma de una época ha quedado cautiva en ellas; el de Chopin en particular: su mirada, todo dolor y heroísmo, con algo también de visionario y de poeta.
De 1833 datan sus viajes a Marruecos y Argel, que le mostraron un mundo nuevo de colorido: su tratamiento de los ocres nunca volvió a ser el mismo después de tomar contacto con estas tierras secas y rocosas.
A pesar de ser beligerantemente ateo, hizo murales para la iglesia de San Sulpicio y otros templos de París. Escribió dos profusos tomos de memorias: toda una crónica sobre la vida cultural de su época.
Murió tuberculoso el 13 de agosto de 1863, acompañado únicamente por su asistente y compañera, Jenny Le Guillou. En el barrio de Saint Germain des Près, detrás de la famosa abadía, se conserva un museo taller dedicado a su obra. En el jardín ha quedado flotando la fragancia de una vida.
La voluptuosidad del morir. Sardanápalo era un rey asirio (661-631 a. C.). Sitiado su reino por la armada rival, decide encender una inmensa hoguera bajo su palacio y retirarse a los aposentos reales, junto con pajes, soldados, esclavos, eunucos, mujeres de la corte, prostitutas, caballos y perros: en suma: todo lo que en su vida le había dado placer.
Antes que dejar caer todo aquello en manos del enemigo, organiza una degollina general de la que nadie –él para empezar– sale vivo: magnífico tema para un lienzo grande (392 x 496 cm), lleno de color, de movimiento; una verdadera saturnal donde el erotismo y la muerte devienen casi indiscernibles.
En lo alto del lecho, el sátrapa contempla imperturbable la masacre. La composición sigue una diagonal de luz que va del cuadrante superior izquierdo al cuadrante inferior derecho de la pintura; esto es, desde las ropas del rey, pasando por la espalda de Myrrha (la única mujer a la que “amaba”) hasta la esclava que está por ser degollada de espaldas.
Delacroix escogió colores cálidos, con pigmentos castaños y rojos. Las formas son una vorágine humana. Orgía de sangre y de muerte, el lienzo es violento y al tiempo sensual: los sinuosos cuerpos de las mujeres desnudas, torturadas sobre el ensangrentado lecho del crápula.
Con su estética en todo punto afín a la del pintor, Hector Berlioz compuso una cantata basada en La muerte de Sardanápalo .
La más bella mujer del mundo. En 1830 huye Carlos X, el último representante de la dinastía borbónica en Francia (¡la dinastía de Luis XIV!). Sangrienta revolución parisina.
Luis Felipe asume el poder, controlado por un sistema parlamentario que, en buena medida, le ata las manos. Se crean el estandarte francés y la noción de patria .
Delacroix celebra esos hechos con La Libertad guiando al pueblo : por poco no decimos un cuadro que “suena”, un cuadro en el que reconocemos el ritmo marcial de la Marsellesa y el fragor de los cañones.
Esencialmente, se trata de un triángulo isósceles en el que todas las líneas (los fusiles) propenden hacia arriba: el ángulo cerrado. A la izquierda de la mujer, un niño representa el punto focal del cuadro: Gavroche, el pequeño mártir de Los miserables , de Victor Hugo.
A la derecha de la mujer, con sombrero negro y fusil, el propio Delacroix se integra a la revolución.
¿Por qué alegoriza una mujer la libertad? Las alegorías eran frecuentes en la pintura y la iconografía del Medioevo; generalmente eran mujeres: la justicia, la sabiduría, la paz, la verdad, la vida.
Sin embargo, esa, además, es bellísima y lleva los senos desnudos; es que no sólo es la libertad: es también la patria, la que proporciona alimento, la tierra nutricia, la madre que enarbola su simbólica frazada-bandera. ¡Ah, nuestras atávicas, pero siempre vigentes significaciones!
Disciplina dentro de la pasión. Lo más difícil del mundo, sí; no obstante, Delacroix lo logró. Ambos cuadros: La muerte de Sardanápalo y La Libertad guiando al pueblo, nos dan, prima facie , una impresión de caos, de turbamulta precipitada en tropel.
Sin embargo, La muerte de Sardanápalo está organizada, “amarrada”, en torno a una diagonal de luz que pone en contacto la mirada desdeñosa del rey, con la mirada implorante de la mujer a punto de ser supliciada.
En esencia, La Libertad guiando al pueblo es un triángulo isósceles cuyo ángulo más cerrado es el desgarrado estandarte francés.
Como en todo gran cuadro previo al advenimiento de los modernismos, la geometría estructura los elementos en juego: eterna tensión entre disciplina y pasión. Ambas se pertenecen una a otra como una expresión a un rostro.
La forma permite que el fondo sea inteligible; el fondo, que la forma no devenga mera abstracción. El sentimiento crea su propio lenguaje. Sin el amor, el lenguaje es vacío: un juego de sombras chinescas; sin el lenguaje, el amor es un sentimiento autocontenido, incomunicable.
Lo mismo sucede con el arte: la suprema intensidad contenida por la suprema inteligencia.
EL AUTOR ES MÚSICO, PIANISTA Y ESCRITOR COSTARRICENSE.