El año pasado apareció en estas páginas un artículo de mi autoría (“La inconveniencia de nacer”, 27/10/11), motivado por un libro del filósofo sudafricano contemporáneo David Benatar, según el cual de todo ser humano se podría decir que estaría mejor no habiendo nacido. En esa ocasión señalé que aquella idea, tan chocante y tan contraria a la lógica elemental de la evolución biológica, es en realidad de larguísima data y se encuentra claramente expresada en muy diversas tradiciones religiosas, filosóficas y literarias.
Releyendo las reacciones a aquel artículo (incluyendo el comentario de don Eladio Jara, “Ser o no ser”, 23/11/11), siento que tal vez quepa añadir algunas reflexiones, ya no dedicadas al Prof. Benatar o a la historia del pesimismo filosófico, sino expresivas de una convicción personal: que el pesimismo, lejos de ser necesariamente un síntoma de inmadurez, ingratitud, debilidad o decadencia, es el fundamento de la creatividad cultural y una condición necesaria de la precaria capacidad humana de actuar deliberadamente en un mundo esencialmente irracional.
Visión trágica. En el Nacimiento de la tragedia, Nietzsche — en aquel entonces un joven catedrático de filología antigua en la Universidad de Basilea — investigó la paradoja de que la cultura clásica griega combinara un profundo deleite en la belleza plástica y la serena elegancia mundana con consistentes expresiones del más pavoroso pesimismo, que considera a la muerte superior a la vida y el no haber nacido como el mayor de todos los dones (en lo que, como dice el Enterramiento en urnas, de Sir Thomas Browne, supera “inclusive al descontento de Job”).
La tesis de Nietzsche es que el entusiasmo de los griegos por la belleza nacía precisamente de su pesimismo, del “espíritu de la tragedia” mediante el cual la ciega voluntad de vivir enfrenta, sin evasiones, a la visión filosófica de que el mundo y la vida no tienen ninguna justificación intelectual o ética; de que el mundo no debiera existir, pero que sin embargo existe y nos arrastra a una ardua e insensata lucha por subsistir. Es de esa visión trágica de la que surge la única defensa honesta posible del mundo: la justificación estética. Al final de su ensayo, exclama Nietzsche: “¡Cuánto debe haber sufrido aquella gente, para haberse hecho tan hermosa!”
Es un hecho histórico que el espectacular florecimiento intelectual y artístico de la Grecia clásica, que aún hoy sigue siendo el principal referente de toda la cultura occidental, se dio ante el trasfondo de la guerra constante, en que la ocupación natural del hombre era matar y morir. En el decimocuarto libro de la Ilíada, Ulises rechaza indignado la propuesta de Agamenón de retirarse de Troya, en un momento en que la causa griega parece perdida, con el argumento de que “Zeus nos ha mercado para sufrir, desde la juventud hasta la vejez, peleando en guerras cruentas hasta que el último de nosotros perezca”.
En el Agamenón, de Esquilo, el coro declara que el ser humano aprende solo a través del sufrimiento: tal relación entre cultura y pesimismo es, en cierto sentido, transparente, pero en otro profundamente misteriosa. Es obvio que una persona feliz y exitosa no tiene motivos para crear ninguna innovación cultural: la vida como la encuentra, con sus promesas y recompensas, le basta. Para aquella persona la cultura solo puede ser un ornamento que corone de elegancia a sus logros mundanos, como el tapiz que adorna un salón aristocrático con la estilizada representación de una batalla sanguinaria.
Tal uso de la cultura es posible solo cuando son otros los que han hecho posible esa elegancia –los que la han inventado– mediante un dolor terrorífico (quizás esté allí el origen del concepto, que el cristianismo tomó de los griegos, de la salvación por el sufrimiento vicario).
Mundo irracional y creatividad. “La experiencia de la irracionalidad del mundo”, escribe Max Weber, “es el motor de todo el desarrollo religioso”. Yo agregaría que es el motor de toda la innovación cultural. Porque creo que es evidente que el mundo externo es irracional, que no obedece por sí mismo a ningún orden humanamente inteligible. La capacidad del ser humano de pensar, de comunicar, de actuar y de juzgar, depende, por lo tanto, de un precario orden cultural que el ser humano inventa (en gran parte en forma espontánea e inconsciente) y que finalmente descansa sobre valores que no admiten ninguna justificación racional. Es esto lo que yo traduzco en la convicción de que Dios no existe, pero que en las diversas tradiciones religiosas aparece como la noción de que el hombre ha sido separado de Dios por un pecado original, o por alguna otra catástrofe primigenia, de manera que entre la vida humana y el orden divino se extiende lo que Kierkegaard llamó “una diferencia cualitativa infinita”.
Solo el pesimismo reconoce que no hay en la realidad objetiva ningún orden, nada que pueda acabar de satisfacer a una persona honesta, algo que es especialmente evidente en la constante e ineludible contradicción entre lo que hacemos y lo que decimos, entre nuestros verdaderos motivos y las razones que aducimos, entre lo que realmente sabemos y lo que argumentamos. Solo el pesimismo adopta la actitud radicalmente crítica de la que puede surgir algún valor cultural genuino, algo capaz de objetivarse, capaz de cambiar el mundo.
“La razón es la libertad”, dice Karl Jaspers en uno de sus ensayos sobre la obra y la vida de su amigo, el brillante y atormentado Max Weber.
Solo la razón nos permite hacer nuestros propios planes, actuar con propósito. Pero la razón no está en el mundo. La razón y la libertad se construyen precisamente a partir de la dolorosa confrontación de un ser humano sensible y lúcido con la irracionalidad del mundo; en otras palabras, a partir del pesimismo, en la medida en que consiga escapar a la simple negación, al suicidio, al silencio.