El jefe da órdenes; el líder da ejemplos. Si se considerase esta diferencia, se enredarían menos las tuercas de la reingeniería social –y ya no digamos las de la resociología–.
Las sentencias juiciosas nos ayudan, pero, cuando no lo son, se parecen a las judiciales: son sentencias que dan penas.
En 1919, perdida en su futuro, al poeta Antonio Machado lo aguarda una sentencia que él escribirá en 1934 atribuyéndola a Juan de Mairena, su heterónimo: un escritor que don Antonio se había inventado para contradecirse mejor y sin pagar las consecuencias.
En los poetas, el otro yo se llama heterónimo ; en nos, los seres prosaicos, el otro yo es solo el que nos gustaría que abriese la puerta cuando vienen a tocarla los cobradores.
En 1934, Machado firma un cuaderno de apuntes que la muerte publicará después como parte de sus ediciones póstumas. En la sentencia XXVIII, el otro yo de Mairena escribe: “Lo importante es hablar bien, con viveza, lógica y garbo”.
El llameante verano de Madrid es como el imperio de Felipe II pues ni en el uno ni en el otro se pone el Sol. Así, en el intenso junio de 1919, don Antonio Machado da examen oral de metafísica. A los 42 años, procura alcanzar el doctorado en Filosofía y se presenta ante un tribunal examinador presidido por José Ortega y Gasset.
El desempeño del poeta es deplorable: las ideas se le caen y las palabras se le fugan. “Hemos pasado un rato malísimo. ¡Qué torpeza de expresión y qué pobreza de conceptos!”, cuenta un testigo presencial (como todos los testigos). Al fin, el tribunal incurre en prevaricato lírico y le da el sobresaliente.
Ni viveza ni lógica ni garbo.
A Julio Cejador, examinador de latín, Machado remite una carta que da vergüenza ajena (o lípoli , según inventó Eugenio d’Ors) pues ruega que le disculpe la insipiencia de “desmemoriado estudiantón”.
En aquella misiva, don Antonio elogia a Virgilio. Olvidó entonces la triste semblanza que Suetonio dejó del poeta mantuano: Virgilio fracasó como abogado por su ignorancia y por su lentísima pronunciación.
La facundia de un poeta es solo una elocuencia escrita; a veces, ni eso, sino la intensidad y la luz de las ideas en la concisión de una sentencia; al fin, “palabra en el tiempo”.