El escritor Rómulo Tovar publicó en 1913 un folleto sobre el sistema educativo de Costa Rica, en el cual advertía con cierta desazón:
“El problema escolar está actualmente planteado casi como lo estuvo hace veinticinco años: el maestro en general es deficiente: no es nuestro ánimo desconocer la bondad de muy recomendables elementos educadores; pero éstos no forman sino una escogida minoría: el resto está integrado por gentes sin preparación o de preparación precipitada, sin ambiciones, sin conciencia de la obra que están realizando, sin iniciativas”.
La opinión de Tovar era avalada porque, en 1911 –el año más cercano a 1913 para el cual se dispone de información–, solo 13,5% de los maestros (129 de 953) tenían título. Sin embargo, la escasa titulación no era lo único que preocupaba a las autoridades educativas de inicios del siglo XX: su principal inquietud era la creciente feminización de la ocupación docente.
‘Invasión’. En 1883 –es decir, en vísperas de la reforma de 1886 que centralizó y secularizó el sistema educativo–, de los 241 preceptores con que contaba el país, 105 (43,6%) eran mujeres. Casi una década después, en 1892, de 451 preceptores consignados, 199 (44,1%) eran mujeres. Sin embargo, la ventaja masculina desapareció en el curso de los próximos cuatro años: en 1896, de 784 docentes, 447 (57%) eran maestras.
El avance logrado por las mujeres preocupó en extremo a los altos mandos educativos, cuya decepción se expresó en metáforas militares. El inspector general de Enseñanza, Miguel Obregón Lizano, se quejaba en un informe de que
“los maestros hombres representan un 39,45 por ciento del total, al paso que las mujeres se llevan un 60,45 por ciento. Se ve, pues, que este año [1903], como los anteriores, ha predominado el elemento femenino en nuestro personal docente. Las causas de esta creciente invasión de la enseñanza por la mujer son bien conocidas de esa Secretaría [de Instrucción Pública]”.
Obregón consideró ocioso explicar cuáles eran esas “causas”; pero, en 1915, cuando la proporción de docentes varones era de un 27,7%, Luis Felipe González Flores, entonces ministro de Educación, no fue tan escueto al atribuir a razones económicas “la progresiva deserción de los elementos masculinos del Magisterio Nacional”.
Salarios. González Flores estaba en lo correcto. El salario mensual básico de un docente varón ascendía a 50 colones en 1902. A veces, los maestros podían agenciarse sumas adicionales por cumplir otras tareas escolares aparte de dar clase, pero su sueldo nominal no era muy superior al que devengaba un artesano.
Los albañiles y carpinteros ganaban ya entre 50 y 70 pesos al mes al finalizar la década de 1880, en tanto que no era excepcional que operarios más especializados –los tipógrafos, por ejemplo– alcanzaran ingresos cercanos o ligeramente superiores a los 100 pesos mensuales (la moneda costarricense cambió del peso al colón en 1896).
El caso de las maestras era muy distinto: aunque sus sueldos eran inferiores a los de los docentes varones (en cerca de 20% entre 1892 y 1902), eran mucho más altos que los que devengaban las mujeres artesanas y obreras.
La opción magisterial ofrecía a las jóvenes, aparte de un empleo intelectual y no manual, una opción de trabajo en la que la inequidad salarial basada en el sexo no era tan aguda como la que existía en otras ocupaciones.
Alrededor de 1915, la madre de la escritora Luisa González captó diáfanamente lo que una carrera en la enseñanza podía significar para su hija, según consta en el libro A ras del suelo :
“Díganme una cosa: ¿cómo no va a ser mejor y más cómodo, ganarse cien pesos trabajando de maestra, que ganarse veinte pesos planchando y cosiendo ajeno? Ustedes podrán chillar y criticarme como quieran, pero lo que somos nosotros ponemos a ésta [a Luisa] en la [Escuela] Normal [en Heredia]”.
Las mayores diferencias salariales entre varones y mujeres en el universo artesanal y obrero, y la menor desigualdad entre los sueldos de unos y otras que prevalecía en el campo de la enseñanza, fueron un estímulo básico para la vertiginosa feminización de la ocupación docente.
Esa era una alternativa laboralmente más prestigiosa para las jóvenes, sin acceso a las carreras de leyes, farmacia o medicina. La perspectiva de los hombres era muy distinta: ejercer la docencia tenía sentido únicamente por corto tiempo dada la falta de salarios competitivos a largo plazo y a la existencia de otras opciones de empleo más atractivas.
A fines del siglo XIX, la economía urbana costarricense experimentó un proceso de crecimiento y diversificación, que estimuló la deserción de los varones de la ocupación docente.
En ese contexto, las opciones laborales masculinas se concentraron en tres áreas básicas: el mismo aparato estatal, cuya planilla se duplicó entre 1881 y 1905; el comercio, dinamizado por el cambio en los patrones de consumo; y una temprana cultura de masas, que elevó los empleos disponibles en actividades asociadas con el tiempo de ocio –teatro, cine, deporte y otras–, y en la cultura impresa, especialmente en el periodismo.
Porvenir comprometido. Falto de los fondos suficientes para afrontar de manera apropiada la creciente expansión de los servicios educativos demandados por la población, el Estado fue el principal promotor de la feminización de la ocupación magisterial ya que contrató fuerza de trabajo femenina barata.
El efecto de tal política fue que el alza en el empleo escolar, a partir de la década de 1890, fue aprovechada sin tardanza por las jóvenes. De 170 plazas docentes nuevas creadas en 1903, 112 (65,9%) fueron ocupadas por mujeres.
La queja de 1913 de Tovar, acerca de las deficiencias del personal docente, tenía un asidero empírico en la muy escasa titulación de los educadores. Sin embargo, el alza en la proporción de titulados (72,8% en 1926) no supuso la desaparición de las críticas. En 1925, el ministro de Educación, Napoleón Quesada, señalaba:
“Estimo que los grados primero y segundo, naturales prolongaciones del hogar, necesitados del mimo, la paciencia y el amor de la madre, deben estar a cargo de maestras que pongan en su labor, su corazón de mujeres. Pero falsea el carácter y compromete el porvenir de los jóvenes, la tarea educativa realizada por mujeres en los terceros, cuartos, quintos y sextos grados [...]. Considero detestable el carácter apocado, sentimental y propicio a la sumisión en los jóvenes salidos de aulas en que no ha sonado más que la voz femenina, ni se han dispuesto más que las sugestiones propias de la mujer”.
Evidentemente, tales objeciones fueron un medio más de impugnar la creciente presencia de las mujeres y de la feminidad en un sistema educativo que se constituyó en la base de los primeros círculos de intelectuales femeninas. Maestras, profesoras y alumnas destacadas no tardarían en abrirse un espacio decisivo en la esfera pública, como Carmen Lyra.
En varios sentidos, los prejuicios expresados por las altas autoridades educativas patentizan cuán profunda fue la transgresión cultural que supuso la vertiginosa feminización de la ocupación docente en Costa Rica.
Lyra, así como Ángela Acuña, Luisa González, Lilia Ramos, Yolanda Oreamuno y Eunice Odio, entre otras, fueron parte de una combativa generación de intelectuales y profesionales femeninas que asumieron los costos de desafiar –y de contribuir a transformar– las relaciones entre hombres y mujeres predominantes en la primera mitad del siglo XX.
EL AUTOR ES HISTORIADOR Y MIEMBRO DEL CENTRO DE INVESTIGACIÓN EN IDENTIDAD Y CULTURA LATINOAMERICANAS DE LA UCR. EL PRESENTE ARTÍCULO SINTETIZA ASPECTOS DEL LIBRO ‘EDUCANDO A COSTA RICA’.