En su reciente libro, “La infancia de Jesús”, Benedicto XVI aborda el tema del mesianismo de Cristo, el cual resulta oportuno analizar en el contexto del momento histórico de sede vacante que atraviesa la Iglesia. “La Iglesia se quedó anclada en el pasado; debe adaptarse a los tiempos modernos y responder a las necesidades de los hombres y mujeres contemporáneos si no desea quedarse sin seguidores”.
El anterior parece ser el “criterio” que el mundo propone sea considerado al seleccionar al nuevo sucesor de san Pedro; el cual, de acuerdo a esta línea de pensamiento, ha de dirigir una Iglesia que satisfaga plenamente los deseos terrenales modernos, y cuyo “éxito” ha de medirse por la cantidad de seguidores. Pero... ¿es esta realmente la misión de la Iglesia? ¿Es este el indicador correcto para medir su éxito? ¡Cuán importante resulta recordar que, como Cuerpo Místico de Cristo, la misión de la Iglesia nunca podrá ser otra que la misión de Cristo, de la cual Él es su cabeza!
Y ¿cuál es la misión de Cristo? El Papa aborda y analiza este tema: “María dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de los pecados” (Mt 1,21). Recalca Benedicto: “El mensajero de Dios (...) aclara en qué consiste esta salvación: ‘Él salvará a su pueblo de los pecados’” y comenta: “esta definición de la misión del Mesías podría también aparecer decepcionante. La expectación común de la salvación estaba orientada sobre todo a la situación penosa de Israel: a la restauración del reino davídico, a la libertad e independencia de Israel y, con ello, también naturalmente al bienestar material de un pueblo en gran parte empobrecido. La promesa del perdón de los pecados parece demasiado poco (...) porque parece que no se toma en consideración el sufrimiento concreto de Israel y su necesidad real de salvación”.
Continúa afirmando el Papa: “En el fondo, en estas palabras se anticipa ya toda la controversia sobre el mesianismo de Jesús. (...) Seguramente no se corresponde con la expectativa de la salvación mesiánica inmediata que tenían los hombres, que se sentían oprimidos no tanto por sus pecados, cuanto más bien por su penuria, por su falta de libertad, por la miseria de su existencia”.
Benedicto XVI ilustra lo anterior con un ejemplo concreto: el paralítico que es presentado a Jesús (Cf Mc 2,3): “La propia existencia del enfermo era una oración, un grito que clamaba salvación, un grito al que Jesús, en pleno contraste con las expectativas del enfermo mismo y de quienes lo llevaban, respondió con estas palabras: ‘Hijo, tus pecados quedan perdonados’. La gente no se esperaba precisamente esto. No encajaba con sus intereses. El paralítico debía poder andar, no ser liberado de los pecados (...) el enfermo y los hombres a su alrededor estaban decepcionados, porque Jesús parecía hacer caso omiso de la verdadera necesidad de este hombre”. Claro está, luego Jesús terminará diciendo al paralítico: “A ti te digo, levántate, toma tu camilla y vete a tu casa”, lo cual hizo ante el asombro de los presentes. (Cf Mc 2,11).
El Santo Padre señala la clave para comprender adecuadamente todo lo anterior: “El hombre es un ser relacional. Si se trastoca la primera y fundamental relación del hombre –la relación con Dios– entonces ya no queda nada más que pueda estar verdaderamente en orden. De esa prioridad se trata el mensaje y el obrar de Jesús. Él quiere en primer lugar llamar la atención del hombre sobre el núcleo de su mal y hacerle comprender: Si no eres curado en esto, no obstante todas las cosas buenas que puedas encontrar, no estarás verdaderamente curado”.
A pesar del asombro de quienes presenciaron sus muchos milagros, el Mesías terminaría siendo abandonado y crucificado. Un rotundo fracaso ante los ojos del mundo. La mayor de las victorias ante los ojos de Dios. Se manifiesta así el contraste entre los criterios y expectativas del mundo, y los criterios de Dios. Resulta elocuente el paralelismo entre Cristo y su Iglesia. Una Iglesia que –prioritariamente– procura nuestra salvación eterna a través del perdón de nuestros pecados parece continuar resultando muy poca cosa ante los ojos del mundo; no está a la altura de las expectativas e intereses de la sociedad moderna.
Fidelidad a Cristo es la misión de la Iglesia y el criterio que debe regir la selección y el actuar del nuevo pontífice, el cual habrá de conducir la Iglesia que está llamada a continuar “nadando contracorriente” y ser signo de contradicción en medio del mundo. Ante esta situación, viene a nuestra mente el diálogo entre Jesús y sus apóstoles a raíz de la radicalidad del mensaje de Cristo y la dificultad en acogerlo: “Desde entonces muchos de sus discípulos se retiraron y ya no le seguían, y dijo Jesús a los doce: ‘¿También ustedes se quieren marchar?’ Le respondió Simón Pedro: ‘Señor, ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios’.” (Jn 6,66).