Tres historias para pensar sobre los médicos que se lucran del miedo y la ignorancia de la gente.
La primera: al papá de un conocido se le diagnosticó una enfermedad de pronóstico reservado en un hospital nacional. El médico citó a la acongojada familia en un lugar que luego resultó ser un centro privado. Allí, con esposa, hijos y enfermo presentes, los médicos sacaron su discurso: les dijeron que el señor necesitaba urgentemente un tratamiento. Que en la CCSS se podía morir porque las listas de espera eran interminables. Que ellos le ayudaban a conseguir un precio especial para el tratamiento privado. La familia salió de allí apretándose las sienes para ver cómo conseguían los millones. Pensaron en hipotecar una propiedad.
La segunda historia: una conocida mía fue diagnosticada con cáncer de mama. Su ginecólogo de toda la vida, en quien había depositado la confianza, le repitió un discurso parecido al anterior. Le dijo que su caso era gravísimo y que era cuestión de vida o muerte. Le ofreció su clínica privada a cambio de ¢5 millones (de eso, hace ya varios años).
La tercera: en un examen de rutina, a una adolescente de 14 años se le encontró un quiste en uno de sus ovarios. Su mamá, preocupada, envió la información a su ginecólogo de confianza, quien le respondió un correo diciéndole: “saque cita hoy mismo”. Posteriormente, la llamó para decirle que el caso era de extrema gravedad: que había un 50% de posibilidades de que aquel quiste fuera cáncer y otro 50% de que fuera benigno. Que él saldría del país tal día y quería dejarla operada antes de salir. Que le dejaba todas las órdenes de exámenes listas en su clínica privada para que ella procediera.
¿En qué pararon estas tres historias?
La primera: desesperado porque la familia no tenía el dinero suficiente para pagar el tratamiento privado –a pesar de que los médicos le ofrecían un “precio especial”–, este conocido procedió a consultar directamente al hospital público, donde le dijeron que los médicos conocían de un trámite de emergencia para solicitar esos tratamientos en casos justificados, como el suyo. En ocho días, el señor ya estaba recibiendo el tratamiento pagado por la CCSS sin poner un solo cinco extra ni hipotecar propiedades. El señor se encuentra en recuperación.
La segunda: igual que la anterior. Esta amiga contó su historia a una conocida quien, inmediatamente, la refirió a un hospital público. Tuvo que esperar, es cierto, pero la operaron sin tener que pagar un solo cinco de los ¢5 millones que le pedía su ginecólogo “de confianza”. Ahora está totalmente recuperada.
La tercera historia: Esta mamá angustiada consultó con una conocida, quien le comentó de un médico de esos de verdad –¡todavía existen, por dicha!–, quien la tranquilizó. Contrario al otro, le dijo que el caso era solo de observación; que si el quiste crecía había que operar, pero que si no, era solo cuestión de tiempo para que desapareciera. Se le hicieron dos ultrasonidos a la jovencita y, ¡sorpresa!, el quiste –si existió alguna vez– ya no aparecía. ¡Y aquel quería operarla antes de irse de viaje!
Las tres historias son reales. Por desgracia, estos “médicos” son sumamente hábiles para no dejar huella de estos actos inmorales y no hay forma de denunciarlos. Un ejemplo: los de la primera historia, enviaban correos a la familia desde una dirección electrónica donde no podían vincularlos con el contenido del mensaje, el cual tampoco firmaban con sus nombres para no dejar huella.
Juegan con el miedo y la ignorancia, con la enfermedad y la salud, aprovechándose de una institución tambaleante. ¿Cuántas personas han caído y seguirán cayen- do en su juego? ¡Qué macabro!