En un reciente artículo ( Página Quince, 18/3/11), sobre el distinguido físico inglés Stephen Hawking, dije que el cuerpo de este científico está casi totalmente desgastado. Por una enfermedad neuronal conocida popularmente como “Mal de Lou Gherig” y “esclerosis amiotrópica lateral” en medicina, por el cual, según las estadísticas, se esperaba que muriera hace más de treinta años, solo le queda funcionando su cerebro; del todo no se mueve, solo ve, oye, apenas toca y se comunica mediante una computadora sumamente poderosa.
De tal manera, vive y trabaja dependiendo completamente de un grupo de asistentes; no hay manera de distinguir claramente entre lo que él piensa y dice, respecto a lo que piensa y dice, según ese grupo y el equipo técnico que manejan; más aún, feo es decirlo, uno se pregunta hasta qué punto su existencia sería puramente artificial.
John Boslough narró su inducción a la Real Sociedad en 1974 así: “A los treinta y dos años de edad, Stephen William Hawking fue uno de los más jóvenes inducidos a la Sociedad de toda su historia, un honor concedido por su trabajo en física teórica. La tradición vigente desde el siglo XVII requería que los nuevos miembros caminaran hasta el podio, para dar la mano al presidente y firmar la lista de honor. Sin embargo, en esta investidura, Sir Alan Hodkin, laureado Nobel en Biología y presidente de la sociedad, trajo el libro con la lista desde la mesa principal hasta Hawking en su silla de ruedas al frente de la sala. Mientras el nuevo miembro se esforzaba por firmar, hubo un silencio prolongado. Y, cuando terminó con una amplia sonrisa, se desató un aplauso estruendoso”.
Pasaron catorce años (1988) y Carl Sagan, otro famoso físico, escribió lo siguiente, como parte de la introducción del libro de Hawking Breve historia del tiempo (1988): “Hawking es hoy profesor Lucaciano de Matemáticas de la Universidad de Cambridge, un puesto que ocupó Isaac Newton y también P. A. M. Dirac, dos celebrados exploradores de lo muy grande y lo muy pequeño. Él es su digno sucesor. Este libro, el primero de Hawking para los no especialistas, contiene varias recompensas para lectores legos. Tan interesante como su temario de gran alcance es la vislumbre que provee a la operación de la mente del autor. En este libro, hay lúcidas revelaciones sobre las fronteras de la física, la astronomía, la cosmología y la valentía”.
Dijo Sagan que las páginas de ese libro están cargadas de la palabra ‘Dios’: “Hawking sostiene explícitamente que trata de entender la mente de Dios”. Sin embargo, hoy, 23 años después, Hawking aparece diciendo, con cierta ambiguedad, que “no es necesario invocar a Dios para encender el papel salitrado azul y poner el universo en marcha” (The grand design, p. 180). Y afirma tajantemente que “La filosofía se ocupaba antes de esas cuestiones, pero la filosofía ha muerto” (p. 5), en la misma línea atrevida y sin fundamento de Francis Fukuyama, al desvariar sobre “el fin de la historia”.
Dudo mucho que esa sea idea de Hawking: está muy fuera de su marco de pensamiento, descontando ciertos errores fundamentales que ha cometido; más bien, sospecho que se trata de un razonamiento espurio introducido por Leonard Mlodinow, el supuesto coautor. Pero no es posible probar eso sin ser miembro del círculo íntimo que rodea al científico.
Por tanto, la situación da pie para toda clase de especulaciones, dudas y preguntas, como estas: ¿qué pretende Hawking o Mlodinow al negar la necesidad del Dios sin nombre en que creían Abraham, Isaac y Jacob? ¿Trata de proclamar un nuevo dios llamado Física Moderna? ¿Cuál de ellos consagrará al otro como su alto sacerdote?