Desde su primer libro de cuentos, La mujer oculta (1983), José Ricardo Chaves ha consagrado su obra literaria a explorar las formas heterodoxas de la normalidad estética, sexual y religiosa imperantes en la cultura occidental.
La imagen que mejor representa esta búsqueda de libertad, o de liberación de las convenciones sociales y culturales, es el tema central que recorre tanto su narrativa como su ensayística: el andrógino, el rebis de los alquimistas, el ser doble, la figura de dos cabezas que es macho y hembra al mismo tiempo.
En 2008, la editorial Uruk recuperó para su catálogo su primera novela, Los susurros de Perseo , publicada originalmente en México, en 1994, y que en 1991 fue finalista del premio Herralde, uno de los más prestigiosos de la lengua castellana. Hace un año, el escritor publicó en Costa Rica su tercera novela, Faustófeles , que acaba de recibir el premio de la Academia Costarricense de la Lengua.
Chaves reside en México desde 1984, donde, al lado de sus novelas, ha producido varios volúmenes de cuentos de temática neogótica, se convirtió en un respetado crítico literario y, paradójicamente, es uno de los mayores especialistas del modernismo mexicano y del relato fantástico de Amado Nervo.
Con frecuencia, la lectura ex-céntrica , desde fuera de la tradición local, permite el redescubrimiento de autores consagrados, como en este caso.
La distancia física de su país de origen y un proyecto estético que redimensiona e incorpora la “otra” literatura costarricense, alejándose del nacionalismo patriarcal y de la novela social, incidieron en que la narrativa más importante de Chaves no hubiera obtenido hasta ahora el reconocimiento que se merecía.
La obra de Chaves es, al mismo tiempo, ancestral y posmoderna. Se asienta sobre la relectura de discursos aplastados bajo el canon oficial –la literatura gótica y fantástica, la teosofía y el misticismo costarricenses–, y sobre la revelación de realidades duales –el velo de Isis simbólico– que permanecen en secreto, no dichas o silenciadas, y que son objeto de la búsqueda incesante de saber por parte de sus protagonistas.
Esas características lo vinculan con el renacimiento del interés en la literatura latinoamericana por la novela de conocimiento de estirpe centroeuropea, representada por autores como Thomas Mann, Robert Musil y Hermann Broch.
“San José es mía”. Después de Los susurros de Perseo y de Paisajes con tumbas pintadas de rosa (1999), de temática homoerótica y estilo directo, Faustófeles completa lo que el autor denomina su “ciclo josefino”. En tal sentido, dicha trilogía marca tanto el final de una etapa narrativa y de la representación literaria de una parte de la existencia del escritor –que va de su niñez a su primera madurez– como de su relación con la ciudad de San José e incluso con Costa Rica –de los que ha estado alejado la mitad de su vida–.
En una misma trama argumental, la novela integra la alteridad religiosa y sexual, de un fuerte contenido simbólico e intertextual, pero también observa con agudeza la transición de una cultura agraria a la modernidad aún incipiente de finales de la década de 1960: “Cada vez en mayor medida, los cafetales eran cortados y en su lugar se levantaban centros de comercio y barrios residenciales para la insaciable clase media”, como se dice.
Igualmente, esta transformación se aprecia de forma magistral en el relato de las leyendas populares – La Llorona , El Cadejos , La Carreta sin Bueyes ...–, ligadas al campo y a la cultura tradicional, inmemorial y ahistórica, y en el cambio cultural que implican los acontecimientos cronológicos de la cultura urbana –el descarrilamiento del tren en el río Virilla o el crimen de Colima–, que son históricos.
La infancia de Fausto es pretelevisiva, pero al mismo tiempo moderna. Discurre entre héroes de historietas, tandas dominicales en los cines –el Cid de Tibás, las salas josefinas y el mítico Raventós “antes de quemarse”, aclara el narrador– y juegos “de indios y vaqueros, policías y ladrones”.
No son juegos tradicionales, sino influidos por la cultura mediática de la época, pero que se sitúan en un espacio que ya no existe, entre el cafetal rural a punto de desaparecer y el patio urbanizado.
Las tías con las que vive Fausto se conforman con escuchar por radio Virgen de medianoche , de Daniel Santos, para darle sentido a su existencia de solteras; con algún atisbo teosófico al más allá, compran en La Gloria , El Globo o , El Siglo Nuevo –que sí han pasado a la gloria– y confían en la vida. Es un mundo seguro, encerrado en sí mismo, endógeno e incestuoso, a punto de desvanecerse para Fausto.
El paseo a Puntarenas, aventura casi galáctica para el ticomeseteño de la época, sería una crónica social, tal y como se describe en la novela, con parada en Orotina, gallos de papa, pollo en palanganas cubiertas por hojas de plátano y churchill , si no fuera por la presencia de un Mefistófeles invisible que la novela deja traslucir detrás de las palabras más inocentes. El demonio del deseo, la tentación de la caída.
El eterno masculino. El dédalo de cafetal –como lo llama el texto–, estos “cien años de cafetal” donde todos se conocen y conocen su destino trazado ya en la palma de la mano, empieza a fragmentarse con las visitas de Fausto a la Sociedad Teosófica y se pulveriza en su iniciación sexual, ideológica y política.
Al igual que su primera novela, con la que guarda similitudes, Faustófeles es una novela de aprendizaje –como también lo fueron algunas de Mann y Musil–, pero también una novela en clave, donde es posible rastrear numerosos elementos autobiográficos, sin llegar a la autoficción.
Sin embargo, lo que prevalece en el lector es una fábula pletórica de intertextos, intersexos e internexos en los que Fausto pasa de la iniciación heterosexual –la normalidad– al vislumbre de lo otro, de lo gozoso prohibido, que la novela misma denomina la Ascensión del Eterno Masculino.
Fausto aspira a trascender las limitaciones de un mundo fragmentado entre lo íntimo y lo político, la identidad y la otredad, lo permitido y lo ilegal: “La labor del filósofo no era tanto transformar el mundo como transformarse dentro de un mundo que cambia sin designio prefijado o, cuando menos, misterioso, quién sabe si cognoscible”.
Al final del bachillerato, su tío le ofrece una caja de condones y realiza la visita ritual al putero de la zona roja, en la que se enamora y se desenamora de su primera mujer. Las demás experiencias erótico-sexuales no serán tan inocentes.
En la universidad, Fausto contempla las crecientes divisiones de la izquierda –entre Manuel Mora, La Hormiga y los troskos–, la lectura de El capital, de Marx, y la guerra centroamericana; pero el mundo no se reduce a su apariencia física.
Ad lucem , de las profundidades a la luz, es el lema de Fausto, quien decide “venderle su alma al diablo” a cambio de la búsqueda infinita y permanente del conocimiento. Fausto y Mefistófeles, dos mitos literarios centrales en la cultura occidental, se funden en carne y alma, materia y conciencia, en el símbolo del andrógino.
“Ya no eres un Neófito, sino un Adepto. Todavía te falta el grado de Mago”, le dice Mefisto a su amigo Fausto al emprender el viaje iniciático. Esta imagen final no es un descenso al infierno, sino una ascensión, un vuelo hacia lo desconocido que se plantea desde el placer.
El premio de la Academia Costarricense de la Lengua a Faustófeles reconoce no sólo una novela extraordinaria, sino una propuesta estética que relee la tradición literaria costarricense y las experiencias religiosas y filosóficas alternativas que han sido y siguen siendo parte de nuestro país.
EL AUTOR ES ESCRITOR Y PERIODISTA. SU LIBRO DE CUENTOS MÁS RECIENTE ES 'LA ÚLTIMA AVENTURA DE BATMAN' (URUK, EDITORES)