Murió solo, una mañana de mayo, en una sucia celda de La Reforma, sentado –casi tirado– en su cama de cemento, descalzo y amoratado, tras varios días de recibir golpes que lo reventaron por dentro. Vestía una mugrienta pantaloneta roja y una camiseta gris sin mangas.
Johel Guillermo Araya Ramírez tenía 45 años, una madre de 73, ocho hermanas, esposa y cinco hijos. Cargaba las cicatrices de los seis balazos que recibió en el 2006, una condena de cuatro años por robo agravado y otra de 65 años por fugarse y provocar el homicidio de un guarda del centro penal.
Las autoridades lo consideraban uno de los delincuentes más peligrosos del país. Para su mamá, Teresa Ramírez, él fue “un hijo muy bueno” que le fue robado por “las malas juntas”.
“Como dicen, ‘si no lo dice la mamá ¿quién lo dice?’ Pero, en verdad, él fue un hijo muy bueno. Le gustaba pasear a la familia, le encantaba llenar el carro de chiquillos y llevárselos a un balneario”, aseguró doña Teresa, una pastora evangélica que vive desde hace 33 años en Aserrí.
La madre es consciente de que su único hijo varón no fue un santo, que se desvió del “camino correcto” bajo su propia responsabilidad y no culpa a nadie más por eso.
“No hay mal destino, uno es el que lo escoge. Él escogió ese, pero no fue porque no supiera trabajar o porque no supiera cómo ganarse el dinero. Él no recibió un mal ejemplo mío, ni del papá o de las hermanas ”, narró.
El 11 de mayo en la tarde, Johel, o
Las autoridades frustraron el escape, que le costó a la vida a dos reclusos y a un custodio.
Luego, en la clandestinidad de las repulsivas celdas carcelarias, vinieron casi dos semanas de golpes, patadas y tortura para Araya y los otros presos que participaron en el motín.
Fueron 26 policías penitenciarios –según los jerarcas del OIJ y la Fiscalía– quienes se encargaron de vapulearlos sin contemplación.
La vida de Johel Araya terminó un domingo, el 22 de mayo, entre las 6 y las 8 de la mañana, por los golpes en la cabeza que le produjeron dos hematomas (acumulaciones de sangre) en el cerebro.
“Él no escogió buenos caminos, pero tampoco es para que lo tuvieran como el monstruo de Costa Rica; lo hicieron como pato en puré”, reclama su madre con indignación.
Por esos hechos –el intento de fuga, la muerte de un custodio, sus denuncias de tortura ante la Sala Constitucional y su asesinato a manos de sus guardianes– es que Araya ocupa un sitio en esta lista anual de personajes.
Y, ¿cómo llegó Johel Araya Ramírez a ser uno de los delincuentes más temidos del país?
Pocos lo saben, o no lo quieren decir. Lo cierto es que aquel hombre de figura pesada y bigote recortado, que en sus mejores tiempos llevaba las manos pobladas de anillos y pulseras de oro, no proviene de una familia de criminales.
N acido en La Alegría de Siquirres, fue el único hombre entre ocho mujeres, criado en una familia cristiana donde casi todas son pastoras.
Araya trabajó construyendo casas. A los 25 años, su papá le compró un camión para que se ganara la vida, con el cual transportó verduras a Limón, donde las vendía, según cuenta su mamá.
Una de sus hermanas mayores, Jeannette, es misionera en Belice. Otra, Marta, es licenciada en Educación y labora en una escuela.
Grace, otra de sus hermanas, es educadora y pastora cristiana. Reside en Atlanta, Estados Unidos, desde hace 20 años.
Nuria también vive en Estados Unidos y es pastora de la Iglesia de Cristo Misionera, en Athens, Georgia, según contó Grace.
Lourdes trabaja en un hogar de ancianos y Annia es pastora de la Iglesia de Dios en La Carpio. Es casi lo mismo con el resto de hermanas.
Igual sucede con los sobrinos de Johel, muchos profesionales que trabajan como todo el mundo: un farmacéutico, una administradora, abogados, un ingeniero eléctrico y pastores cristianos.
La única línea familiar que ha tenido problemas con la ley parece ser la del propio Johel.
En el 2008, el Ministerio Público lo acusó de perpetrar dos secuestros extorsivos, presuntamente con la ayuda de dos de sus hijos, un medio hermano y otro hombre quien era su cuñado, según la versión de las autoridades. Al final, todos fueron absueltos por falta de pruebas.
Una de sus hijas, Karla, está en prisión actualmente, bajo las sospechas de haber colaborado con el infructuoso plan de su padre de escapar de La Reforma en mayo anterior.
Doña Teresa cuenta que, cuatro días antes de morir su hijo, ella le pidió a Dios que se lo llevara. “Yo dije: ‘Señor aquí queda, prepáralo y dale la oportunidad de que te acepte como su salvador, y llévatelo’. No crea que a mí me sorprendió la muerte de él”, contó la madre en una entrevista.
Eso sí, ella reclama con vehemencia a las autoridades por no haber protegido a su hijo, aunque asegura que perdonó a sus asesinos.
“No tengo nada contra nadie, tengo mi corazón limpio y no soy hipócrita”, dijo.
Su hermana Grace responsabiliza al “dinero-diablo” por la vida delictiva de Johel.
“Ellos creen que lo que están haciendo los hace fuertes y y van a crear un imperio, y se dejan envolver. Él permitió que el diablo, el enemigo de nuestras almas, lo controlara. Él empezó a envolverse y no tuvo la sabiduría de decir ‘aquí paro’”...
“A mí me daba pena ir a visitarlo y pensar que mami, siendo pastora de una iglesia, tenía que ir a la cárcel. Nos molestó mucho todo lo que él hizo a todas, porque se nos desubicó; se nos escapó de las manos”, recordó su hermana.
Lo cierto es que la historia de Johel Araya ya acabó, aunque su nombre seguirá presente en la memoria de su familia y de las autoridades costarricenses, por la violencia con la que actuó y las circunstancias que produjeron su muerte.
¿Por qué lo mataron? Hasta ahora, nadie lo dice. “El asunto está bajo investigación y no puedo dar opinión”, fue la escueta respuesta que brindó el ministro de Justicia, Hernando París, cuando este medio le consultó.
Para el jerarca, varias lecciones quedaron del intento de fuga y la muerte de Araya: “A partir de ese día, se le ha dado mayor atención a la situación que se está viviendo en las cárceles de este país (...) Además, queda el reto de cómo mantenerlos (a los reos) dentro de la prisión y cómo garantizar el valor de la vida y otras condiciones mínimas, como adecuada alimentación y oportuna reinserción social. También es evidente que Costa Rica no cuenta con una cárcel de máxima seguridad y no está preparada para albergar a criminales de mayor peligrosidad”.
Doña Teresa solo dice que ahora está más tranquila.
“Ya no me duele, ya me acostumbré tanto que no me duele. Es mejor un machetazo una vez, que una herida todos los días”.