Al finalizar la II Guerra Mundial y conocer los horrores cometidos bajo el régimen hitleriano que atentaron contra la vida y la dignidad humana de millones de personas asesinadas, esterilizadas por la fuerza, o sometidas a experimentos como la inoculación para provocarles malaria, tifus y tétanos y experimentar drogas terapéuticas, el Tribunal Militar de Nuremberg juzgó y condenó a 99 funcionarios nazis, entre ellos, Emil Hahn, Friedrich Hoffstetter, Werner Lammpe y el ministro de Justicia Ernst Janning. Hitler, Goebbels, Mengele y otros altos dirigentes no fueron juzgados: unos habían fallecido y otros estaban en fuga.
Las condenas establecieron que las atrocidades y homicidios simples no constituyen el eje de la acusación formal, la cual consiste, más bien, en la participación consciente en un sistema nacional organizado de crueldad e injusticia, en incumplimiento de todos los principios jurídicos y morales que conoce el mundo civilizado.
Existía obligación legal de esterilizar a personas con retardo mental y de matar niños nacidos con deformidades. También era legal y obligatoria la “limpieza racial”. Por eso, la defensa de los acusados argumentó que el juez es un funcionario obligado a aplicar la ley vigente, sin importar si es justa o no. Por el contrario, el Tribunal concluyó que un juez no puede aplicar una ley que atente contra la civilización, contra la humanidad.
Condiciones para la experimentación. En 1948, el Código de Nuremberg estableció condiciones mínimas para la experimentación humana: el consentimiento voluntario, sin que medie fuerza, fraude, engaño, coacción o coerción; debe justificarse con base en resultados previos en experimentos animales; el riesgo no puede ser mayor que el posible beneficio. En 1964, la Declaración de Helsinki estableció que el bienestar de la persona debe prevalecer sobre los intereses de la ciencia y de la sociedad.
Mientras esto sucedía en Europa, investigadores estadounidenses burlaban tales principios. En el “Estudio de Tuskegge sobre la sífilis no tratada en el macho negro”, realizado por los Servicios Públicos de Salud de Estados Unidos, fueron inoculados con sífilis 400 varones negros entre 1932 y 1972, para estudiar la evolución de la enfermedad; a muchos no se les dio tratamiento.
En 1978, el Informe Belmont estableció regulaciones éticas y pautas para la investigación: respeto a las personas y consentimiento informado, máximo beneficio y riesgo mínimo, procedimientos razonables. En 1997, el presidente Clinton pidió perdón a los sobrevivientes y familiares de víctimas: “lo que el Gobierno de Estados Unidos hizo es vergonzoso (...) Y yo lo siento”.
El caso de la talidomida, fármaco nunca probado en humanos y sin la aprobación de la FDA de previo a su comercialización entre 1958 y 1963, fue recetado como sedante y contra las náuseas durante los tres primeros meses de embarazo (hiperémesis gravídica), y provocó el nacimiento de más de 15.000 niños sin sus extremidades (focomelia). Con la evidencia, el Congreso estadounidense aprobó en 1962 reformas a las pruebas clínicas exigiendo mayores controles para su realización y el establecimiento de su eficacia de previo a la comercialización.
En días pasados, el presidente Obama pidió perdón a Guatemala por el reciente descubrimiento de experimentos realizados entre 1946 y 1948, en que fueron deliberadamente contagiados reos, prostitutas, pacientes psiquiátricos y huérfanos guatemaltecos, con enfermedades venéreas para probar la penicilina, como parte de un estudio del Instituto Nacional de la Salud de Estados Unidos: en total, 696 en el estudio de sífilis; 772 en el de gonorrea; 142 en el chancroide, y un número no conocido de personas sometidas a las inoculaciones.
En nuestro país existe un vacío legal en la materia. La Sala IV ya estableció que es necesaria una ley regulatoria de la participación de personas en experimentos clínico-médicos . El tema obliga a no postergar más la elaboración del marco legal.