En 1965 comenzábamos apenas a dejar de ser niños. Unos sesenta o quizás setenta párvulos ingresamos a un colegio capitalino de tan grande prestigio académico, deportivo, cultural y social, que el solo hecho de formar parte de esa cohorte nos hacía sentirnos especiales, orgullosos.
Más privilegiados nos llegaríamos a sentir conforme nos fuimos contagiando del espíritu franciscano de unos curas gringos, de talante modernista y humanista al mismo tiempo. No faltó una pléyade de profes de lo más selecto de nuestro terruño para la educación secundaria; seguramente eran de los mejor pagados también a su nivel.
Esa combinación entre estudiantes alegres, motivados, junto con profesores pujantes, estudiosos y una buena mayoría emprendedores, y curas, casi todos innovadores y dulces a un tiempo, que fomentaron el compañerismo entre nosotros, creó –para decirlo sin majestuosidades– una especie de arca de felicidad compartida. Esa era la magia del colegio. Así lo viví yo.
Ahí sobresalía en primer lugar el muchacho fajado, el talentoso, el deportista selecto, el que se integraba con éxito a la banda del colegio, el que tenía dotes especiales histriónicas, el poeta en ciernes, el declamador o el cantante en potencia. También, descollaban un poco, es cierto, en un ambiente de machismo exacerbado por la ausencia de féminas (entonces no había ni una en el colegio), los guapos, una suerte de mezcla entre chicos bien parecidos y buenos para volar pescozones.
Entre todos nosotros se encontraba un joven, casi niño aún, que es bien probable que, los primeros días, no capturara ni una sola mirada de sus congéneres; pero, a buen seguro, eso no ha de haberle producido la menor preocupación. Su cuerpo era en extremo delgado, de cabellera un poco escasa y de color castaño claro; desde aquellos días, daba ya la impresión de que alcanzaría con el desarrollo una estatura más bien espigada. De aspecto algo tímido al principio, pero muy alegre y extremadamente abierto y solícito cada vez que se le requería. En muy poco tiempo, se había ganado el cariño de sus compañeros, merced a su don de gentes, es decir, gracias a su bondad y simpatía, a su inteligencia sobresaliente, y debido a una endemoniada habilidad para los deportes.
Ica, hace poco lo supe, fue el apodo que le encaramó alguno de sus compañeros capitalinos, rebautizándolo así para siempre. El muchacho era entonces un guanacasteco-liberiano de pura cepa, que con el tiempo supo adaptarse, sin embargo, a la subcultura metropolitana. No le fue fácil. El segundo año nos abandonó, a pesar de sus buenas notas, y emigró al terruño del que acababa de salir. Algunos tuvimos que ir a traerlo sogueado, junto a su hermano mayor, Edwin, porque aquel ambiente mágico y calcáreo del norte, parecía haberlos seducido de nuevo. O tal vez (¿qué sabía uno?) todo se debía a las dificultades de la familia para hacerle frente a un ambiente tan oneroso en San José.
La cosa fue que Ica volvió; para suerte de mis hermanos y mía, y muy especialmente de mi madre –que por tiempos fue la suya– porque se alojó en nuestra casa; y volvió junto a su hermano, el Negro Edwin, un muchacho entonces, también extraordinario. En ese contexto compartimos cuartos, clósets, en ocasiones seguro hasta ropa, contribuyendo a crear en su hogar adoptivo un ambiente diverso, de respeto y tolerancia mutua, que nos hermanó para siempre.
Sin duda alguna, ellos se vieron beneficiados al regresar, por el hecho de recibir una educación selecta; pero el conglomerado estudiantil saboreó el retorno de ambos. En el caso de Ica, su personalidad dúctil y su carácter tenaz se fueron puliendo al tenor del estudio y, en ese momento –cuidado si no en mayor medida– de la práctica cada vez más intensa del baloncesto, del futbol y del voleibol.
Al graduarse de quinto año, el espíritu y el cuerpo de Ica se habían transmutado simultáneamente, hasta convertirse en un sólido bambú. Ica se hizo ingeniero. Como futbolista jugó en la primera división, fue portero de la Liga, de Saprissa, del Club Sport Cartaginés y, que yo recuerde, de la UCR, pero puede que haya militado en más equipos. Hoy practica el baloncesto y el tenis. Fundó una familia de la que nacieron sus tres bellas hijas, Caro, Carla y Alli; y creó también una empresa, Marshall, exitosa en el campo de la Ingeniería en Costa Rica.
Ica (jamás lo hubiéramos pensado dada su extraordinaria condición física), tuvo un infarto cerebral a finales del año pasado. El accidente fue severo. Pero, mis lectores, el bambú no se quiebra; puede inclinarse, pero por su flexibilidad no se doblega, lo digo en serio. Este hombre es poseedor de una reserva física, moral y mental que ha empleado para salir adelante; flexible y a la vez sólido como el bambú, y, por añadidura, como si lo anterior fuera poco, también ha tenido el fuerte respaldo de toda su familia, de sus tres hijas, de sus yernos, de su propia madre, de sus hermanos.
Desde luego, ahí ha estado el equipo médico en pos de su restablecimiento, y un abnegado cuerpo de fisioterapistas, terapistas de lenguaje, etcétera. Además, detrás estamos todos quienes somos sus amigos y amigas enviándole, algunos, oraciones, otros, buenas vibras, todos, positivismo puro. Pero, insisto, Ica es el bambú; en muy pocas semanas los profesionales que lo asisten lo han calificado como el “monstruo de la recuperación”. Sin duda, la pasión de Ica Baltodano por vivir ha propiciado que su corazón y su cerebro se hayan constituido más que nunca en un hermoso conjunto, un todo único e indisoluble, trabajando por rescatarse a sí mismo al máximo.
¿No es un ejemplo de lucha acaso, en especial para los profesionales, para todos aquellos que hemos tenido oportunidades en la vida? ¿No es una vitrina de exposición para todos, de mística, de moral, que solo puede emanar de aquellos espíritus que poseen amor por la vida; que es lo mismo que decir, amor por sí mismos, por sus convicciones y creencias, y por sus semejantes?